Antonio Peredo Leigue / Mariátegui
Foto: Cubadebate
15/09/09
¿Las personas hacen a la vida? o ¿la vida hace a las personas? Ocurren ambas cosas y, cuando se produce la primera, sus nombres quedan marcados en la historia. Así queda el de Juan Almeida, que estuvo el ’53 en el ataque al Moncada, que sufrió la cárcel hasta la amnistía lograda por una movilización internacional. Después, en México, entrenó junto a los futuros expedicionarios, se embarcó en el Granma, sobrevivió en Alegría del Pío y subió hasta la Sierra Maestra, junto a Fidel, de quien nunca se había separado y no se separaría. Hace dos días, en La Habana, un traicionero paro cardíaco truncó su vida, 56 años después de aquel ataque al cuartel batistiano en plena ciudad de Santiago, al extremo este de la isla que, años más tarde, ayudaría a modelar para ejemplo de todos nosotros.
Merece tener el mismo título que el Titán de Bronce. De bronce noble y resistente, formado por la pobreza y la humildad que resultan en la firmeza incorruptible de los héroes, de los verdaderos héroes que no precisan medallas ni títulos; su nombre es suficiente para distinguirlos.
Así como Fidel vence a sus males desde hace ya tres años y cada vez se ve más victorioso, así como el Che ha vencido a la muerte con su mirada eternamente juvenil, así como Camilo despierta cada vez en las rosas que acarician el mar por donde se marchó, lo mismo que Haydée quien estará siempre empuñando las armas de la palabra y la conciencia, igual que Celia guardiana eterna de la historia, Juan Almeida estará con nosotros diciéndonos cómo transitar el camino sin sonoridades, pero con efectividad. Y estará al lado de Raúl, en el mismo asiento que lo acogía en la Asamblea o el Comité Central, en el bohío o en la trinchera de combate. Juan estará ahí, donde siempre estuvo y seguirá estando.
Recuerdo a Juan Almeida en el balcón de aquella vieja casona de Santiago, donde Fidel, el 1 de enero de 1959, anunció el triunfo de la revolución de los barbudos. Lo recuerdo cuando, en el 40 aniversario de la revolución, en enero de 1999, el Comandante en Jefe habló a los viejos combatientes pero, sobre todo, a los jóvenes que habían nacido, crecido y madurado sin conocer la explotación. Estaba allí, no en el balcón central, donde le correspondía, sino en uno lateral pequeño acompañado por Aleida y dos o tres personas más.
Lo recuerdo el día anterior en el memorial de Santa Clara, hasta donde llegaron los restos de Tania y otros seis combatientes de Ñancahuazú, entre ellos mi hermano Coco. También lo recuerdo de otras ocasiones en las que tuve la suerte de aparecerme en Cuba para un seminario, para un aprendizaje o para una comparecencia.
Pero no recuerdo haberle escuchado una sola palabra. No conocí el timbre de su voz. Lo escuché en grabaciones, pero nunca de viva voz. No sé cómo se expresaba, pero puedo imaginarlo. Bastaba verle el rostro. Era suficiente mirarlo caminar. Con el mismo ritmo, con la misma calma, con la misma bondad, tuvo que ser su acento.
Bronce. De bronce estaba hecho, sabiendo todo lo que tuvo que soportar. De joven, cuando el Moncada y el Granma. De viejo, con ilusiones no cumplidas y con dolores no esperados. Y es en esos avatares que se forja la entereza, que es la herencia que nos regala todos los días Juan Almeida, Almeida de Bronce.
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