Álvaro García Linera / Mariátegui
Ilustración: katari.org
15/09/09
En Bolivia, el antiguo marxismo no es significativo ni política ni intelectualmente, y el marxismo crítico, proveniente de una nueva generación intelectual, tiene una influencia reducida y círculos de producción aún limitados. Por el contrario, el indianismo, poco a poco, se ha ido constituyendo en una narrativa de resistencia que en estos últimos tiempos se propuso como una auténtica opción de poder.
En los últimos cien años, en Bolivia se han desarrollado cinco grandes ideologías o “concepciones del mundo” de carácter contestatario y emancipatorio. La primera de estas narrativas de emancipación social fue el anarquismo, que logró articular las experiencias y demandas de sectores laborales urbanos vinculados al trabajo artesanal y obrero en pequeña escala y al comercio. Presente desde fines del siglo XIX en algunos ámbitos laborales urbanos, su influencia más notable se da en los años 30 y 40 del siglo XX, cuando logra estructurar federaciones de asociaciones agremiadas de manera horizontal en torno a un programa de conquista de derechos laborales y a la formación autónoma de una cultura libertaria entre sus afiliados1.
Otra ideología que ancla sus fundamentos en las experiencias de siglos anteriores es la que podríamos llamar indianismo de resistencia, que surgió después de la derrota de la sublevación y del gobierno indígena dirigido por Zárate Willka y Juan Lero, en 1899. Reprimido este proyecto de poder nacional indígena, el movimiento étnico asumió una actitud de renovación del pacto de subalternidad con el Estado mediante la defensa de las tierras comunitarias y el acceso al sistema educativo. Sustentado en una cultura oral de resistencia, el movimiento indígena, predominantemente aymara combinará de manera fragmentada la negociación de sus autoridades originarias con la sublevación local hasta ser sustituido, como horizonte explicador del mundo en las comunidades, por el nacionalismo revolucionario a mediados de siglo.
El nacionalismo revolucionario y el marxismo primitivo serán dos narrativas políticas que emergerán simultáneamente con vigor después de la Guerra del Chaco, en sectores relativamente parecidos (clases medias letradas), con propuestas similares (modernización económica y construcción del Estado nacional) y enfrentados a un mismo adversario, el viejo régimen oligárquico y patronal.
A diferencia de este marxismo naciente, para el cual el problema del poder era un tema retórico que buscaba ser resuelto en la fidelidad canónica al texto escrito, el nacionalismo revolucionario, desde su inicio, se perfilará como una ideología portadora de una clara voluntad de poder que debía ser resuelta de manera práctica. No es casual que este pensamiento se acercara a la oficialidad del ejército -la institución clave en la definición del poder estatal- y que varios de sus promotores, como Paz Estenssoro, participaran en gestiones de los cortos gobiernos progresistas militares que erosionaron la hegemonía política conservadora de la época. Tampoco es casual que, con el tiempo, los nacionalistas revolucionarios combinaran de manera decidida sublevaciones (1949), con golpes de Estado (1952) y participación electoral como muestra de una clara ambición de poder.
Obtenido el liderazgo de la revolución de 1952 por hechos y propuestas prácticas, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) hará que su proyecto partidario devenga en toda una concepción del mundo emitida desde el Estado, dando lugar a una reforma moral e intelectual que creará una hegemonía político cultural de 35 años de duración en toda la sociedad boliviana, independientemente de que los sucesivos gobiernos sean civiles o militares.
El Marxismo Primitivo
Si bien se puede hablar de una presencia de pensamiento marxista desde los años 20, a través de la actividad de intelectuales aislados como Tristan Marof 2, el marxismo, como cultura política en disputa por la hegemonía ideológica cobrará fuerza en los años 40, por medio de la actividad partidaria del Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR), el Partido Obrero Revolucionario (POR) y la producción intelectual de sus dirigentes (Guillermo Lora, José Aguirre Gainsborg, José Antonio Arce, Arturo Urquidi, etc.).
El surgimiento del marxismo y su recepción en el ámbito social vendrá marcado por dos procesos constitutivos. El primero radica en una producción ideológica directamente vinculada a la lucha política, lo que conjuró la tentación de un “marxismo de cátedra”. Los principales intelectuales que se adscriben a esa corriente participan del activismo político, ya sea en la lucha parlamentaria o en la organización de las masas, lo que influirá tanto en las limitaciones teóricas de la producción intelectual de la época -más apegada a una repetición de los sencillos esquemas de los manuales de economía y filosofía soviéticos-, como en la constante articulación de sus reflexiones con el acontecer político práctico de la sociedad.
El otro hecho notable de este nacimiento lo representa la recepción del marxismo, y del propio nacionalismo revolucionario en el mundo laboral, que viene precedida de una modificación de la composición de clase de los núcleos económicamente más importantes del proletariado minero y fabril boliviano, que se hallan en el pleno tránsito del “obrero artesanal de empresa” al “obrero de oficio de gran empresa”. Esto significa que el marxismo se enraíza en el locus obrero en el momento en que se está consolidando la mutación de la centralidad de los saberes individuales del trabajo y del virtuosismo tradicional artesanal que caracterizaba la actividad productiva en los talleres y las industrias, en la primacía del soporte técnico industrial y en una división del trabajo eslabonada en el tiempo de los obreros industriales en las empresas mineras de estaño y de las fábricas, principalmente textileras urbanas3.
Se trata, por tanto, de un proletariado que interioriza la racionalidad técnica de la modernización capitalista de gran empresa, y que está subjetivamente dispuesto a una razón del mundo guiada por la fe en la técnica como principal fuerza productiva, en la homogeneización laboral y la modernización industriosa del país. Se trata ciertamente del surgimiento de un tipo de proletariado que se halla en proceso de interiorización de la subsunción real del trabajo al capital como un prejuicio de masa4 y será sobre esta nueva subjetividad proletaria que ocupará el centro de las actividades económicas fundamentales del país, que el marxismo, con un discurso de racionalización modernizante de la sociedad, logrará enraizarse durante décadas.
El marxismo de esta primera época es, sin lugar a dudas, una ideología de modernización industrial del país en lo económico, y de consolidación del Estado nacional en lo político. En el fondo, todo el programa revolucionario de los distintos marxismos de esta etapa, hasta los años 80, tendrá -aun cuando lleve diversos nombres, la revolución “proletaria” del POR, “democrática-burguesa en transición al socialismo” del Partido Comunista Boliviano (PCB), de “liberación nacional” del Ejército de Liberación Nacional (ELN), “socialista” del Partido Socialista 1 (PS-1)- objetivo similares: despliegue incesante de la modernidad capitalista del trabajo, sustitución de las relaciones “tradicionales” de producción, especialmente de la comunidad campesina de deberá “colectivizarse” u “obrerizarse”, homogeneización cultural para consolidar el Estado y una creciente estatalización de las actividades productivas como base de una economía planificada y de una cohesión nacional-estatal de la sociedad. En el fondo, este marxismo primitivo, por sus fuentes y sus objetivos, será una especie de nacionalismo revolucionario radicalizado y de ahí que no sea raro que los militantes y los cuadros marxistas de las fábricas y minas, especialmente “poristas” y “piristas”, se hayan incorporado rápidamente el partido triunfador de abril del 52, o que la masa proletaria de influencia de estos partidos marxistas, en los mientras que en los congresos mineros o fabriles se podía aprobar el programa de transición trotskista, en las elecciones presidenciales y en el comportamiento político se era movimientista, pues, en el fondo, lo que diferenciaba a marxistas y nacionalistas no era tanto el discurso, modernizante, estatalista y homogeneizante, sino la voluntad de poder de los últimos para llevar adelante lo prometido.
Con todo, el marxismo llegó a formar una cultura política extendida en sectores obreros, asalariados y estudiantiles basada en la primacía de la identidad obrera por encima de otras identidades, en la convicción acerca del papel progresista de la tecnología industrial en la estructuración de la economía, del papel central del Estado en la propiedad y distribución de la riqueza, de la nacionalización cultural de la sociedad en torno a estos moldes y de la “inferioridad” histórica y clasista de las sociedades campesinas mayoritarias en el país.
Esta narrativa modernista y teleológica de la historia, por lo general adaptada de los manuales de economía y filosofía, creará un bloqueo cognitivo y una imposibilidad epistemológica sobre dos realidades que serán el punto de partida de otro proyecto de emancipación que con el tiempo se sobrepondrá a la propia ideología marxista: la temática campesina y étnica del país.
Considerada desde la perspectiva del capitalismo europeo, cuna del proletariado llamado a hacer la revolución y a partir de la disolución de las relaciones tradicionales campesinas, la izquierda marxista ubicará a la realidad agraria como representante del “atraso” que debe dar paso al “progreso” de la industria que permitiría pensar en la emancipación. En ese sentido, el agro se presentará como un lastre para los sujetos de la revolución social, los proletarios, que deberán buscar la mejor manera de “arrastrar” a los “pequeños propietarios” de la tierra. La lectura clasista de la realidad agraria que hará el marxismo no vendrá por el lado de la subsunción formal y real, que hubiera permitido develar las condiciones de explotación de este sector productivo; se lo hará desde el esquema -prejuicio- del enclavamiento a partir de la propiedad, con lo que trabajadores directos quedarán en el saquillo de “pequeños burgueses” de dudosa fidelidad revolucionaria por su apego a la propiedad.
En este esquema, la comunidad y sus relaciones productivas sencillamente no existirán en el horizonte interpretativo de este marxismo5 y mucho menos cualquier otra identidad social que no sea la estrictamente económica; en este caso, campesina. Los repertorios culturales de las clases sociales, la diversidad identitaria de la sociedad o la existencia de naciones y pueblos indígenas serán un no lugar en la literatura y en la estrategia izquierdista, a excepción de Osvaldo Sáenz6, cuyo pionero aporte rápidamente será silenciado por la vulgata partidaria de “clases” sociales identificadas, ni siquiera por la estructura de las relaciones de producción y reproducción social, sino tan sólo por las relaciones de propiedad, lo que producirá un reduccionismo clasista de la realidad social boliviana y un reduccionismo juridicista y legalista de la conformación de las “clases sociales” 7.
Para este marxismo no había ni indios ni comunidad, con lo que una de las más ricas vetas del pensamiento marxista clásico queda bloqueada y rechazada como herramienta interpretativa de la realidad boliviana 8; además, esta posición obligará al emergente indianismo político a afirmarse precisamente en combate ideológico, tanto contra las corrientes nacionalistas como contra las marxistas, que rechazaban y negaban la temática comunitaria agraria y étnico nacional como fuerzas productivas políticas capaces de servir de poderes regenerativos de la estructura social, tal como precisamente lo hará el indianismo.
Las posteriores conversiones respecto a esa temática por parte de la izquierda a fines de los 80, a partir de las cuales se “descubrirán” a la comunidad y la diversidad nacionalista del país, no sólo serán meramente testimoniales -pues la izquierda marxista primitiva había entrado en franca decadencia intelectual y marginalidad social-, sino que además la temática será abordada de la misma manera superficial e instrumental con la que décadas atrás fue interpretada la centralidad proletaria.
Al final, una lectura mucho más exhaustiva de la temática indígena y comunitaria vendrá de la mano de un nuevo marxismo crítico y carente de auspicio estatal que, desde finales del siglo XX y a principios del XXI, apoyándose en las reflexiones avanzadas por Zavaleta, buscará una reconciliación de indianismo y marxismo, capaz de articular los procesos de producción de conocimiento local con los universales 9.
El Indianismo
El voto universal, la reforma agraria, que acabó con el latifundio en el altiplano y los valles, y la educación gratuita y universal, hicieron del ideario del nacionalismo revolucionario un horizonte de época que envolvió buena parte del imaginario de las comunidades campesinas que hallaron en este modo de ciudadanización, de reconocimiento y movilidad social, una convocatoria nacionalizadora y culturalmente homogeneizante, capaz de desplegar y diluir el programa nacional étnico de resistencia gestado décadas atrás. Fueron momentos de una creciente desetnización del discurso e ideario campesino, una apuesta a la inclusión imaginada en el proyecto de cohesión cultural mestiza irradiada desde el Estado y de la conversión de los nacientes sindicatos campesinos en la base de apoyo del Estado nacionalista, tanto en su fase democrática de masas (1952-1964), como en la primera etapa de la fase dictatorial (1964-1974).
El sustento material de este período de hegemonía nacional estatal será la creciente diferenciación social en el campo y permitirá mecanismos de movilidad interna vía los mercados y la ampliación de la base mercantil de la economía rural, la acelerada descampesinización que llevará a un rápido crecimiento de las ciudades grandes e intermedias y a la flexibilidad del mercado de trabajo urbano que habilitará la creencia de una movilidad campo-ciudad exitosa mediante el acceso al trabajo asalariado estable y el ingreso a la educación superior como modos de ascenso social.
Los primeros fracasos de este proyecto de modernización económica y de nacionalización de la sociedad se comenzarán a manifestar en los años 70, cuando la etnicidad, bajo la forma del apellido, el idioma y el color de piel, será reactualizada por las élites dominantes como uno más de los mecanismos de selección para la movilidad social, renovando la vieja lógica colonial de enclasamiento y desclasamiento social que se tenía, junto a las redes sociales y a la capacidad económica, como los principales medios de ascenso y descenso social.
Ello, sumado a la estrechez del mercado laboral moderno, incapaz de acoger a la creciente migración, habilitará un espacio de naciente disponibilidad para el resurgimiento de la nueva visión del mundo indianista que, en estos últimos 34 años, ha transitado varios períodos: el período formativo, el período de la cooptación estatal y el período de su conversión en estrategia de poder.
Gestación del Indianismo Katarista
El primer período es el de la gestación del indianismo katarista, en tanto construcción discursiva, política y cultural formadora de fronteras culturales como modo de visibilización de exclusiones y jerarquías sociales. Inicialmente el indianismo katarista nace como discurso político que comienza a resignificar de manera sistemática la historia, la lengua y la cultura. En unos casos, esta formación discursiva revisará la historia colonial y republicana para mostrar las injusticias, las usurpaciones y discriminaciones de las que serán objeto los pueblos indígenas en la gestión de las riquezas y poderes sociales. En otros casos, se denunciarán las trabas en los procesos de ciudadanización y de ascenso social ofertados por el proyecto mestizo nacionalista iniciado en 1952. En ambas vertientes complementarias, se trata de un discurso denunciativo e interpelatorio que, asentado en la revisión de la historia, hecha en cara la imposibilidad de cumplir los compromisos de ciudadanía, de mestizaje, de igualación política y cultural, con la cual el nacionalismo se acercó al mundo indígena campesino después de 1952.
Esto va a suceder desde los años 70, en plena vigencia del modelo estatal centralista y productor, y se va a llevar adelante por medio de la actividad de una intelectualidad aymara migrante, temporal o permanente, que accede a procesos de escolarización superior y vida urbana, pero manteniendo aún vínculos con las comunidades rurales y sus sistemas de autoridad sindical. Estos intelectuales, en círculos políticos autónomos o en pequeñas empresas culturales (el fútbol, los programas de radio, charlas en las plazas, etc.)10, van construyendo, entre dirigentes de sindicatos agrarios, redes de comunicación y de relectura de la historia, la lengua y la etnicidad que comienzan a disputar la legitimidad de los discursos campesinistas con los que el Estado y la izquierda convocaban al mundo indígena.
El aporte fundamental de este período es la reinvención de la indianitud, pero ya no como estigma, sino como sujeto de emancipación, como designio histórico, como proyecto político. Se trata de un auténtico renacimiento discursivo del indio a través de la reivindicación y reinvención de su historia, de su pasado, de sus prácticas culturales, de sus penurias, de sus virtudes, que ha de tener un efecto práctico en la formación de autoidentificaciones y formas organizativas.
En esta primera etapa del período formativo se destacará la obra de Fausto Reinaga, que puede ser considerado como el intelectual del indianismo más relevante e influyente de todo este período histórico. Su obra está dirigida a construir una identidad y en la medida en que no hay identidad colectiva que se construya, por lo menos en un inicio, más que afirmándose frente y en contra de las otras identidades, el indianismo en esta época no sólo se diferenciará de la “otra” Bolivia mestiza y colonial, sino también de la izquierda obrerista, fuertemente asociada al proyecto homogeneizante y modernista del Estado nacionalista.
De entrada, el indianismo rompe lanzas frente al marxismo y se le enfrenta con la misma vehemencia con la que critica a otra ideología fuerte de la época, el cristianismo, considerados ambos como los principales componentes ideológicos de la dominación colonial contemporánea. En esta descalificación indianista del marxismo como proyecto emancipador ha de contribuir la propia actitud de los partidos de izquierda que seguirán subalternizando al campesino frente a los obreros, se opondrán a la problematización de la temática nacional indígena en el país y, como hoy lo hacen las clases altas, considerarán un retroceso histórico respecto de la “modernidad” cualquier referencia a un proyecto de emancipación sustentado en potencialidades comunitarias de la sociedad agraria.
A partir de este fortalecimiento, en oposición, el discurso katarista indianista, a fines de los años 70, se va a dividir en cuatro grandes vertientes. La primera, la sindical, que va a dar lugar a la formación de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), hecho que sella simbólicamente la ruptura del movimiento de los sindicatos campesinos con el Estado nacionalista en general y, en particular, con el pacto militar campesino que había inaugurado una tutela militar sobre la organización campesina. La otra vertiente es la política partidaria, no solamente con la formación del Partido Indio, a fines de los años 60, sino del Movimiento Indio Túpak Katari (MITKA) y el Movimiento Revolucionario Túpak Katari (MRTK), que van a incorporarse, de manera frustrada, en varias competencias electorales hasta fines de los años 80. La tercera vertiente, al lado de la política y la sindical, va a ser la corriente académica, historiográfica y de investigación sociológica. Se ha dicho que todo nacionalismo es en el fondo un revisionismo histórico y de ahí que no sea raro que una amplia generación de migrantes aymaras, que entran al mundo universitario entre los años 70 y 80, se dedique precisamente a llevar adelante, de manera rigurosa, este revisionismo histórico mediante el estudio de casos de levantamientos, de caudillos, de reivindicaciones indígenas desde la Colonia hasta nuestros días.
Si bien hay varias corrientes en este momento, la fuerza del movimiento indianista katarista va a estar centrada en la CSUTCB. Pero como en toda identidad de los subalternos, esta fuerza de movilización no va a dejar de presentar el trenzado de múltiples pisos estratégicos de interpelación al Estado. Así, si bien, por una parte es posible encontrar una fuerte retórica etnicista en los discursos de los dirigentes, en la simbología usada para identificarse -los retratos de los líderes indígenas, la wiphala-, en los hechos, la fuerza discursiva movilizable de la CSUTCB ha de estar básicamente centrada en reivindicaciones de tipo clasista y económica, como aquellas que dieron lugar al primer gran bloqueo de caminos de la flamante dirección sindical a la cabeza de Genaro Flores, en diciembre de 1979. La movilizaciones de la CSUTCB con predominio en la convocatoria política y étnico nacional por encima de las reivindicaciones estrictamente campesinas, recién se darán con las rebeliones del año 2000,2001 y 2003.
Un segundo momento de este período de formación discursiva y de élite de la identidad aymara se va a producir cuando, desde los primeros años de la década de los 80, se produce una lenta pero creciente descentralización de este discurso; los ideólogos y activistas del indianismo katarista se fragmentan dando lugar a tres grandes corrientes. La culturalista, que se refugia en el ámbito de la música, la religiosidad y que hoy en día es denominada como la de los “pachamámicos”. Básicamente es un discurso que ha perdido la carga política inicial y tiene una fuerte carga de folclorización de la indianitud. Una segunda vertiente, menos urbana que la anterior, se ha denominado la de los discursos políticos “integracionistas”, en la medida en que enarbola una reivindicación del ser indígena como fuerza de presión para obtener ciertos reconocimientos en el orden estatal vigente. Se trata de una formación discursiva de lo indígena en tanto sujeto querellante, demandante de reconocimiento por parte del Estado, para incorporarse a la estatalidad y ciudadanía vigente, pero sin perder por ello sus particularidades culturales.
El ala katarista del movimiento de reivindicación de la indianitud es la que dará cuerpo a esta posición. Aquí el indígena es la ausencia de igualdad ante el Estado por una pertenencia cultural (aymara y quechua) que deviene así en signo identificador de una carencia de derechos (la igualdad), de un porvenir (la ciudadanía plena) y de una distinción identitaria (la multiculturalidad).
Este discurso construye su imaginario a través de la denuncia de la existencia de dos tipos de ciudadanía: la de “primera clase”, monopolizada por los q’aras, y la ciudadanía de “segunda clase”, a esta pertenecerían los indígenas.
Mediante esta jerarquización de los niveles de ciudadanía en la sociedad boliviana, lo que este discurso realiza es una lucha por el reconocimiento de la diferencia, pero para lograr la supresión de ésta y alcanzar la igualación y homogeneización, al menos política, en lo que se considera la “ciudadanía de primera clase”.
En este caso, la diferencia no es enarbolada como portadora de derechos, lo que requeriría pensar en una ciudadanía multicultural o en la reivindicación de derechos políticos colectivos, ciudadanías diferenciadas y estructuras político institucionales plurales, pero con iguales prerrogativas políticas frente al Estado. La diferencia es aquí un paso intermedio a la nivelación, por lo que el horizonte político con el que el katarismo proyecta al indígena sigue siendo el de la ciudadanía estatal exhibida por las élites dominantes desde hace décadas atrás. De cierto modo, la distancia con el discurso modernizador del nacionalismo revolucionario no radica en este destino fatal de lo que ha de entenderse por ciudadanía y marco institucional para ejercerla, sino en el reconocimiento de la pluralidad cultural para poder acceder a ella, que será precisamente el aporte del modesto discurso liberal frente a la problemática de los “pueblos” y “etnias”.
No será raro, por tanto, que mucho de los personajes del katarismo, elaboradores de este discurso, colaboren posteriormente con propuestas modernizantes y multiculturalistas del antiguo partido nacionalista que en 1993 llegará otra vez al gobierno. Paralelamente, en los años 80, esta corriente ideológica, más vinculada al sindicalismo campesino, será la más propensa a acercarse a las corrientes marxistas y al aún predominante movimiento obrero organizado en torno a la Central Obrera Boliviana (COB). Por ejemplo, Genaro Flores logrará establecer alianzas con el frente izquierdista Unidad Democrática Popular (UDP) en las elecciones de 1980 y algunos de sus cuadros políticos se incorporarán a la gestión de gobierno de Siles Zuazo. En los años posteriores, dirigentes de esta fracción katarista buscarán modificar desde adentro la composición orgánica de la representación social de la COB, dando lugar a una de las más importantes interpelaciones indígenas a la izquierda obrera.
Una tercera variante discursiva de este movimiento indianista katarista va a ser la vertiente ya estrictamente nacional indígena, enarbolada de manera intuitiva inicialmente por militantes, activistas y teóricos indianistas influidos por Fausto Reinaga 11, que buscan la constitución de una República India. Se trata de un discurso que no le pide al Estado el derecho a la ciudadanía, sino que pone de manifiesto que deben ser los mismos indígenas quienes deben, porque quieren, ser los gobernantes del Estado. Un Estado que, precisamente por esta presencia india, tendrá que constituirse en otro Estado y en otra república, en la medida en que el Estado Republicano contemporáneo ha sido una estructura de poder levantada sobre la exclusión y exterminio del indígena.
Bajo esta mirada el indígena aparece entonces no solo como un sujeto político, sino también como un sujeto de poder, de mando, de soberanía. La propia narrativa histórica del indígena que construye este discurso va más allá de la denuncia de las exclusiones, las carencias o los sufrimientos que caracteriza a la reconstrucción culturalista; es una narrativa heroica, hasta cierto punto guerrera, marcada por levantamientos, por resistencias, por aportes, por grandezas cíclicamente reconstruidas de varias formas y que algún día habrá de reestablecerse de manera definitiva mediante la “revolución india”.
En este caso, el indio es concebido como proyecto de poder político y social sustitutivo del régimen republicano de élites q’aras, que son consideradas como innecesarias en el modelo de sociedad propugnado. En su etapa inicial, este discurso toma la forma de un panindigenismo, en la medida en que se refiere a una misma identidad india que se extiende a lo largo de todo el continente, con pequeñas variantes regionales. Esta mirada transnacional de la estructura civilizatoria indígena puede considerarse imaginariamente expansiva en la medida en que supera el localismo clásico de la demanda indígena; pero, al mismo tiempo, presenta una debilidad en la medida en que minimiza las propias diferencias intraindígenas y las diferentes estratégicas de integración, disolución o resistencia por las que cada nacionalidad indígena optó dentro los múltiples regímenes republicanos instaurados desde el siglo pasado.
De ahí que una segunda etapa, una corriente el interior de esta vertiente indianista encabezada por Felipe Quispe y la organización Ayllus Rojos 12, realiza dos nuevos aportes a lo heredado por Reinaga. Por una parte, el reconocimiento de una identidad popular boliviana resultante de los siglos de mutilados mestizajes culturales y laborales en diferentes zonas urbanas y rurales. Esto es importante porque en la óptica inicial del indianismo, lo “boliviano” era meramente una invención de una reducidísima élite extranjera, cuyo papel era el de retirarse a sus países de origen europeo. Bajo esta nueva mirada, en cambio, las formas de identidad popular bolivianas, como la obrera, hasta cierto punto la campesina en determinadas regiones, aparecen como sujetos colectivos con los cuales hay que trazar políticas de alianza, acuerdos de mutuo reconocimiento, etc. Este será el significado político de la llamada teoría de las “dos Bolivias”.
El segundo aporte de este discurso es el de la especificidad de la identidad indígena aymara. Si bien hay un esfuerzo por inscribir en lo indígena múltiples sectores urbanos y rurales, hay una lectura más precisa y efectiva de esta construcción identitaria en torno al mundo aymara, no sólo a partir de la politización del idioma y el territorio, sino también de sus formas organizativas, de su forma diferenciada respecto de los otros pueblos indígenas. De esta forma, el indio aymara aparece de manera nítida como identidad colectiva y como sujeto político encaminado a un destino de autogobierno, de autodeterminación. Ciertamente se trata de una peculiar articulación entre las lecturas de la tradición histórica de las luchas indígenas de autonomía, con las modernas lecturas de autodeterminación de las naciones desarrolladas por el marxismo crítico y cuya importancia radica en que permite centrar el discurso en ámbitos territoriales específicos, en masas poblacionales verificables y en sistemas institucionales de poder y movilización más compactos y efectivos que los de la panindianidad. De ahí que se puede afirmar que a partir de esta formación discursiva, el indio y el indianismo devienen en un discurso estrictamente nacional; el de la nación indígena aymara. Estos dos aportes del indianismo como estrategia de poder descentrarán la enemistad de esta corriente ideológica con algunas vertientes del marxismo, dando lugar a un diálogo, ciertamente tenso, entre esta corriente indianista y emergentes corrientes intelectuales marxistas críticas que ayudarán a definir de una manera mucho más precisa la direccionalidad de la lucha y construcción de poder político en esa estrategia indianista.
La Cooptación Estatal
El segundo período de la construcción del discurso nacional indígena es el de la cooptación estatal. Este se inicia a fines de los años 80, en momentos en que se atraviesa por una fuerte frustración política de intelectuales y activistas del movimiento indígena, en la medida en que sus intentos de convertir la fuerza de la masa indígena sindicalizada en votación electoral no dan los resultados esperados. Esto va a dar lugar a una acelerada fragmentación de corrientes aparentemente irreconciliables dentro del movimiento indianista katarista, sin que ninguna de ellas logre articular hegemónicamente al resto. La integración y competencia al interior de las estructuras liberal republicanas de poder (sistema de partidos, delegación de la voluntad política, etc.), marcarán los límites estructurales de la lectura integracionista y pactista del indianismo katarista. También es una época en la que, a la par de una mayor permeabilidad de este discurso en la sociedad, se dan los primeros intentos de reelaboración de estas propuestas por partidos de búsqueda de apoyo electoral y financiamientos extranjeros.
Al tiempo que la sociedad y los partidos de izquierda marxista asisten al brutal desmoronamiento de la identidad y fuerza de masa obrera sindicalmente organizada, la adopción y reelaboración de un discurso etnicista se les presenta como una opción de recambio en los sujetos susceptibles de ser convocados. De esta manera, la estructura conceptual con la que esta izquierda en decadencia se acerca a la construcción discursiva indígena no recupera el conjunto de la estructura lógica de esa propuesta, lo que hubiera requerido un desmontaje del armazón colonial y vanguardista que caracterizaba al izquierdismo de la época.
Curiosamente, éste también es un momento de confrontación al interior de la CSUTCB entre el discurso étnico campesino katarista e indianista y el discurso izquierdista frugalmente etnizado. La derrota de Genaro Flores en el congreso de 1988 cerrará un ciclo de hegemonía discursiva del katarismo indianista en la CSUTCB, dando lugar a una larga década de predominio de versiones despolitizadas y culturalistas de la identidad indígena, muchas veces directamente emitidas desde el Estado o las instituciones no gubernamentales. Paralelamente a este repliegue sindical y frustración electoral, una parte de la militancia indianista adoptará posiciones organizativas más radicales formando el Ejército Guerrillero Tupaj Katari (EGTK), bajo la propuesta teórica de autogobierno indígena aymara y apuntalamiento de estructuras militarizadas en las comunidades del altiplano, influyendo quince años después en las características organizativas y discursivas de las rebeliones indígenas en el altiplano norte en el siglo XXI.
El MNR es el partido político que con mayor claridad detecta el significado de la formación discursiva de un nacionalismo indígena, visto como un peligro, así como también las debilidades que atravesaba el movimiento indígena.
Por medio de la alianza con Víctor Hugo Cárdenas y una serie de intelectuales y de activistas del movimiento indígena, el MNR convierte en política de Estado el reconocimiento retórico de la multiculturalidad del país, mientras que la Ley de Participación Popular habilita mecanismos de ascenso social local capaces de succionar el discurso y la acción de una buena parte de la intelectualidad indígena crecientemente descontenta.
La aplicación de la Ley de Participación Popular, si bien ha contribuido en algunos casos a un notable fortalecimiento de las organizaciones sindicales locales que han logrado proyectarse electoralmente en el ámbito nacional, también puede ser vista como un mecanismo bastante sofisticado de cooptación de líderes y de activistas locales, que comienzan a girar y propugnar sus luchas y sus formas organizativas alrededor de los municipios y las instancias indigenistas expresamente creadas por el Estado. Ello ha de inaugurar un espacio de fragmentación étnica, en la medida en que también fomenta el resurgimiento y la invención de etnicidades indígenas locales, de ayllus y asociaciones indígenas separadas entre sí, pero vinculadas verticalmente a una economía de demandas y concesiones en el Estado. De esta manera, a la identidad indígena autónoma y asentada en la estructura organizativa de los “sindicatos”, formada desde los años 70, se va a contraponer una caleidoscópica fragmentación de identidades de ayllus, de municipios y de “etnias”.
Este será un momento de reacomodo de las fuerzas y corrientes internas del movimiento indígena, de un rápido amansamiento de los discursos de identidad a los parámetros emitidos por el Estado liberal, de desorganización social y de escasa movilización de masas indígenas. A excepción de la gran marcha de 1996 en contra de la ley del INRA, el protagonismo social de las luchas sociales habrá de desplazarse del altiplano aymara a las zonas cocaleras del Chapare donde predominará un discurso de tipo campesino complementado con algunos componentes culturales indígenas.
El Indianismo de los 90
El tercer período de este nuevo ciclo indianista puede ser calificado como estrategia de poder y se da a fines de los años 90 y principios del siglo XXI. Es el momento en que el indianismo deja de ser una ideología que resiste en los resquicios de la dominación y se expande como una concepción del mundo proto-hegemónica intentando disputar la capacidad de dirección cultural y política de la sociedad a la ideología neoliberal que había prevalecido durante los últimos dieciocho años. De hecho, hoy se puede decir que la concepción del mundo de corte emancipativo más importante e influyente en la actual vida política del país es el indianismo y es el núcleo discursivo y organizativo de lo que hoy podemos denominar la “nueva izquierda”.
Independientemente de si los actores de esta reconstrucción del eje político contemporáneo acepten el denominativo de izquierdas como identidad 13, en términos de clasificación sociológica, los movimientos sociales indígenas, en primer lugar, y los partidos políticos generados por ellos, han creado una “relación de antagonismo entre partes contrapuestas”14 en el universo político, precisamente representable por una dicotomía espacial como lo es “izquierdas y derechas”, lo que no significa que, como antes, sea una identidad, pues, ahora éstas vienen más del lado le la autoadscripción a lo indígena (aymaras y quechuas), a lo originario (naciones ancestrales) o a lo laboral (el “pueblo sencillo y trabajador” de la Coordinadora del Agua de Cochabamba).
La base material de esta colocación histórica del indianismo es la capacidad de sublevación comunitaria con las que las comunidades indígenas responden a un creciente proceso de deterioro y decadencia de las estructuras comunitarias campesinas y de los mecanismos de movilidad social ciudad campo. Manifiesta ya desde los años 70, las reformas neoliberales de la economía incidirán de manera dramática en el sistema de precios del intercambio económico urbano rural. Al estancamiento de la productividad agraria tradicional y la apertura de la libre importación de productos, los términos del intercambio regularmente desfavorables para la economía campesina se intensificarán drásticamente 15 comprimiendo la capacidad de compra, de ahorro y de consumo de las familias campesinas. A ello, se sumará un mayor estrechamiento del mercado de trabajo urbano y un descenso en el nivel de ingreso de las escasas actividades laborales urbanas con las que periódicamente complementan sus ingresos las familias campesinas.
Esto restringe la complementariedad laboral urbano rural con la que las familias campesinas diseñan sus estrategias de reproducción colectiva.
Bloqueados los mecanismos de movilidad social internos y externos a las comunidades, con una migración acelerada a las ciudades en los últimos años, pero con una ampliación de la migración de doble residencia de aquellas poblaciones pertenecientes a zonas rurales con condiciones de relativa sostenibilidad productiva (que a la larga serán las zonas de mayor movilización indígena campesina), el punto de inicio de las sublevaciones y de expansión de la ideología indianista se da en el momento en el que las reformas de liberalización de la economía afecten las condiciones básicas de reproducción de las estructuras comunitarias agrarias y semi urbanas (agua y tierra). A diferencia de lo estudiado por Bourdieu en Argelia16 donde el deterioro de la sociedad tradicional dio lugar a un subproletariado desorganizado, atrapado en redes clientelares y carente de autonomía política, el deterioro creciente de la estructura económica tradicional de la sociedad rural y urbana ha dado lugar a un fortalecimiento de los lazos comunitarios como mecanismos de seguridad primaria y reproducción colectiva.
Es en medio de ello, y del vaciamiento ideológico que esta ausencia de porvenir modernizante provoca, que se ha podido expandir la ideología indianista capaz de brindar una razón del drama colectivo, precisamente a partir de la articulación política de las experiencias cotidianas de exclusión social, discriminación étnica y memoria social comunitaria de campesinos indios dejados a su suerte por un Estado empresario, dedicado exclusivamente a potenciar los diminutos enclaves de modernidad transnacionalizada de la economía. La politización que hará el indianismo de la cultura, del idioma, de la historia y la piel, elementos precisamente utilizados por la “modernidad” urbana para bloquear y legitimar la contracción de los mecanismos de inclusión y movilidad social, serán los componentes palpables de una ideología comunitarista de emancipación que rápidamente erosionará la ideología neoliberal, para entonces cosechadora de frustraciones por la excesiva inflación de ofertas que hizo al momento de consagrarse. Paralelamente, este indianismo cohesionará una fuerza de masa movilizable, insurreccional y electoral, logrando politizar el campo político discursivo y consolidándose como una ideología con proyección estatal.
Este indianismo, como estrategia de poder, presenta en la actualidad dos vertientes: una de corte moderada (MASIPSP) y otra radical (MIP-CSUTCB). La vertiente moderada es la articulada en torno a los sindicatos campesinos del Chapare enfrentados a las políticas de erradicación de cocaleros. Sobre un discurso campesinista que ha ido adquiriendo connotaciones más étnicas recién en los últimos años, los sindicatos cocaleros han logrado establecer un abanico de alianzas flexibles y plurales en función de un “instrumento político” electoral que ha permitido a los sindicatos, especialmente agrarios, ocupar puestos de gobierno local y una brigada parlamentaria significativa. Reivindicando un proyecto de inclusión de los pueblos indígenas en las estructuras de poder y poniendo mayor énfasis en una postura antiimperialista, esta vertiente puede ser definida como indianista de izquierda por su capacidad de recoger la memoria nacional-popular, marxista y de izquierda formada en las décadas anteriores, lo que le ha permitido una mayor recepción urbana, multisectorial y plurirregional a su convocatoria, haciendo de ella la principal fuerza político parlamentaria de la izquierda y la principal fuerza electoral municipal del país.
Por su parte, la corriente indianista radical tiene más bien un proyecto de indianización total de las estructuras de poder político, con lo que, según sus líderes, los que deberían negociar sus modos de inclusión en el Estado son los “mestizos”, en calidad de minorías incorporadas en condiciones de igualdad política y cultural a las mayorías indígenas.
Si bien la temática campesina siempre está en el repertorio discursivo de este indianismo, todos los elementos reivindicativos están ordenados y direccionados por la identidad étnica (“naciones originarias aymaras y quechuas). Se trata por tanto de una propuesta política que engarza directamente con el núcleo duro del pensamiento indianista del período formativo (Reinaga), y con ello, hereda la crítica a la vieja izquierda marxista, a su cultura que aún influye pasivamente en sectores sociales urbanos mestizos. Por ello, esta corriente se ha consolidado sólo en el mundo estrictamente aymara, urbano rural, por lo que puede ser considerada como un tipo de indianismo nacional aymara.
Pese a sus notables diferencias y enfrentamientos, ambas corrientes comparten trayectorias políticas similares:
a) Tienen como base social organizativa los sindicatos y comunidades agrarias indígenas.
b) Los “partidos” o “instrumentos políticos” parlamentarios resultan de coaliciones negociadas de sindicatos campesinos y, en el caso del MAS, urbano populares, que se unen para acceder a representaciones parlamentarias, con lo que la triada “sindicato-masa-partido”, tan propia de la antigua izquierda, es dejada de lado por una lectura del“partido” como prolongación parlamentaria del sindicato.
c) Su liderazgo y gran parte de su intelectualidad y plana mayor (en mayor medida en el MIP), son indígenas aymaras o quechuas y productores directos, con lo que la incursión en la política toma la forma de una autorrepresentación de clase y étnica simultáneamente.
d) La identidad étnica, integracionista en unos casos o autodeterminativa en otros, es la base discursiva del proyecto político con el que se enfrentan al Estado e interpelan al resto de la sociedad, incluido el mundo obrero asalariado.
e) Si bien la democracia es un escenario de despliegue de sus reivindicaciones, hay una propuesta de ampliación y complejización de la democracia a partir del ejercicio de lógicas organizativas no liberales y la postulación de un proyecto de poder en torno a un tipo de cogobierno de naciones y pueblos.
Lo que resta saber de este despliegue diverso del pensamiento indianista es si será una concepción del mundo que tome la forma de una concepción dominante de Estado, o si, como parece insinuarse por las debilidades organizativas, errores políticos y fraccionamientos internos de las colectividades que lo reivindican, será una ideología de unos actores políticos que sólo regularán los excesos de una soberanía estatal ejercida por los sujetos políticos y clases sociales que consuetudinariamente han estado en el poder.
Por último, en lo que respecta a la nueva relación entre estos indianismos y el marxismo, a diferencia de lo que sucedía en décadas anteriores, en las que la existencia de un vigoroso movimiento obrero estaba acompañada de una primaria pero extendida cultura marxista, hoy, el vigoroso movimiento social y político indígena no tiene como contraparte una amplia producción intelectual y cultural marxista. El antiguo marxismo de Estado no es significativo no política ni intelectualmente y el nuevo marxismo crítico, proveniente de una nueva generación intelectual, tiene una influencia reducida y círculos de producción aún limitados. Con todo, no deja de ser significativo que este movimiento cultural y político indianista no venga acompañado de una vigorosa intelectualidad letrada indígena e indianista. Si bien el indianismo actual tiene una creciente intelectualidad práctica en los ámbitos de dirección de sindicatos, comunidades y federaciones agrarias y vecinales, el movimiento carece de una propia intelectualidad letrada y de horizontes más estratégicos.
El grupo social indígena que podría haber desempeñado ese papel se halla aún adormecido por el impacto de la cooptación general de cuadros indígenas por el Estado neoliberal en la década de los 90. Y, curiosamente, son precisamente parte de estos pequeños núcleos de marxistas críticos los que con mayor acuciosidad reflexiva vienen acompañando, registrando y difundiendo este nuevo ciclo del horizonte indianista, inaugurando así la posibilidad de un espacio de comunicación y enriquecimiento mutuo entre indianismos y marxismos, que serán, probablemente las concepciones emancipativas de la sociedad más importantes en Bolivia en el siglo XXI. P
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* Fuente: Revista Barataria Nº 2, marzo-abril 2005, El Juguete Rabioso (Edición Malatesta: La Paz).
1 Dibbits I. Walsworth, Polleras libertarias. Federación Obrera femenina, 1927-1965, Taipamu-Hisbol, Bolivia, 1989; también, Agustín
Barcelli, “Medio siglo de luchas sindicales revolucionarias”, en Bolivia, 1905-1955, Editorial del Estado, 1965.
2 Tristan Marof, La justicia del inca, Bruselas, 1926.
3 Álvaro García Linera, La condición obrera. Estructuras materiales y simbólicas del proletariado de la minería mediana, CIDESUMSA-
La Comuna, La Paz, 2000.
4 René Zavaleta, Lo nacional popular en Bolivia, Siglo XXI, México, 1986.
5 Notables excepciones de una lectura marxista mucho más consistente sobre el tema agrario en Bolivia se pueden hallar en Danilo
Paz, Estructura agraria en Bolivia, Editorial Popular, La Paz, 1983; Jorge Echazu, Los problemas agrarios campesinos de Bolivia, La
Paz, 1983.
6 G. Ovando Saenz, El problema nacional y colonial en Bolivia, La Paz, 1984.
7 José Antonio Arce, Sociología marxista, Oruro, 1963; Guillermo Lora, Historia del La Paz, 1980. movimiento obrero, tomo III, Los Amigos del Libro,
8 Sobre la comunidad en el pensamiento de Marx, revisar, Escritos sobre Rusia II. El porvenir de la comuna rural rusa, PyP, 90,
México, 1980; Los apuntes etnológicos de Karl Marx, Editorial Pablo Iglesias-Siglo XXI, España, 1988.
9 Luis Tapia, La condición multisocietal, CIDES-UMSA-Muela del Diablo, La Paz, 2002; Raúl Prada, Largo octubre, Plural, La Paz,
2004; varios autores, Tiempos de rebelión, La Comuna, La Paz, 2001; varios autores, Memorias de octubre, Comuna, La Paz, 2004.
10 Javier Hurtado, El katarismo, Hisbol, La Paz, 1985.
11 Fausto Reinaga, La revolución india, La Paz, 1970; La razón y el indio, La Paz, 1978.
12 Felipe Quispe, Túpac Katari vive y vuelve carajo, La Paz, 1989.
13 El indianismo fuerte nunca aceptó se calificado como de izquierda pues la izquierda tradicional reproducía los criterios antiindígenas y colonialistas de las derechas políticas.
14 Norberto Bobbio, Derecha e izquierda, Taurus, España, 1998.
15 Mamerto Pérez, Apertura comercial y sector agrícola campesino, Cedla, La Paz, 2004.
16 Pierre Bourdieu, Algérie 60. Structures économiques et structures temporelles, Les Editions de Minuit, París, 1977.
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Álvaro García Linera. Vicepresidente de Bolivia (compartió fórmula con Evo Morales y asumió el 21 de enero del 2006). Comprometido con la docencia, la investigación social y la política militante se vinculó desde temprana edad con los grupos de trabajadores mineros e indígenas de su país. Autor, entre otros, de: Estado multinacional (2005); Sociología de los movimientos sociales en Bolivia (2004); y “Los impactos de la capitalización: Evaluación a medio término”, en Diez años de la capitalización, Luces y Sombras (2004).
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El Desencuentro de dos Razones Revolucionarias. Indianismo y Marxismo fue publicado en Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano no. 3. Buenos Aires : CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. Diciembre 2007.
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