Esta guerra es una trampa


Edwy Plenel / Mariátegui
Foto: Reuters
26/03/11


En cuanto la diplomacia cede el paso ante la guerra, los pueblos se ven conminados a elegir: a favor o en contra, sin siquiera haber tenido tiempo u ocasión de reflexionar o debatir. Esta alternativa sumaria pone a prueba el periodismo en su función crítica, poco compatible con los seguidismos borreguiles y los pensamientos automáticos. El asunto libio es una nueva ilustración de ello, justa causa internacional pervertida por los cálculos politiqueros del poder francés. El arma de la crítica no vale nada si se prohibe a sí misma la crítica de las armas. Al oficio de informar le resulta imposible desfilar de uniforme.

¿No se puede pues, a la vez, desear la caída rápida del dictador Gadafi y no engañarse con la operación de olvido y de distracción orquestada en esta ocasión por Nicolas Sarkozy? ¿No se puede esperar una movilización internacional al lado de las revoluciones árabes en curso y no aprobar ciegamente su traducción bajo la forma de una intervención militar directa de las potencias occidentales que, ayer, sostenían y armaban a estas dictaduras sacudidas hoy por sus pueblos?

"La primera víctima de la guerra, es la verdad". Escuchando o leyendo, estos últimos días, el diluvio de comentarios uniformemente elogiosos sobre el compromiso francés contra el régimen libio, nos hemos acordado espontáneamente de esta reflexión que servía de punto de partida a Veillées d´armes, la película de Marcel Ophuls sobre el periodismo en tiempo de guerra del que el desgarro yugoslavo era a la vez el teatro y el pretexto.

Sin embargo, la verdad no es el bien contra el mal, el día frente a la noche, la luz opuesta a las tinieblas, como si se tratara de una elección binaria o de una alternativa guerrera. La verdad, en su pluralidad, sería más bien los hechos contra las creencias, la precisión contra la confusión, la memoria contra el olvido, en definitiva, la información contra la propaganda, incluyendo la proveniente del supuesto o autoproclamado campo de la Justicia y del Derecho.

Desde el primer día de su presidencia, Nicolas Sarkozy busca su guerra. Por atavismo bonapartista, desea este acontecimiento exterior que hace que se callen las oposiciones en el interior. Que paraliza y anestesia por su efecto de aliento, su mecánica apabullante y su imperativo de movilización. La buscó primero en Afganistán, en 2007 y 2008, promovido, según sus propias palabras, a terreno de una batalla ancestral de la civilización contra "la barbarie". A partir de entonces, el compromiso francés prosigue y se eterniza allí a pesar del fracaso patente de esa guerra occidental en Asia central, fracaso que explica sin duda el relativo silencio del presidente francés.

Luego, la buscó en Georgia, en 2008, frente a Rusia, en una gesticulación personal a efectos de política interna, cuando Francia ocupaba la presidencia de la Unión Europea. A los lamentables resultados sobre el terreno se añadió un atasco duradero de la diplomacia europea y de sus solidaridades cuyo precio seguimos pagando.

Así que, en 2011, Nicolas Sarkozy aparece al fin como jefe de guerra. De una guerra que ha promovido, defendido, obtenido. Cogiendo al vuelo la pelota mediática lanzada desde Bengasi por el escritor Bernard-Henri Lévy, se encuentra indiscutiblemente en la iniciativa de esta guerra, cuya luz verde onusiana fue una resolución franco-británica defendida en el Consejo de Seguridad por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Alain Juppé, y adoptada por diez votos a favor y cinco abstenciones. Su desplazamiento, el martes 22 de marzo, a una base militar en Córcega mientras los parlamentarios debatían -a destiempo, cuando todo está ya hablado y decidido- dice mucho sobre la maniobra: el presidente juega a la gran guerra, como jefe de los Ejércitos, mientras los demás hacen la política de a diario. En las repúblicas cesaristas, uno se eleva a menudo así, a golpe de cañones. Y, siempre, rebajando la democracia.

Sacralizando la unicidad más que la pluralidad, la cultura presidencialista de la que está impregnada nuestra vida pública, política y mediática, hace el resto: editoriales excesivamente elogiosos, puesta en escena hexagonal desafiando toda curiosidad internacional, sollozos patrioteros por una Francia repentinamente de nuevo en el centro del mundo, agenda guerrera y patriótica promovida con la vana esperanza de eclipsar la derrota electoral de las cantonales, oposición cogida en los retos de la solidaridad estatal y del conformismo ideológico, etc. Ocasión, si hubiera necesidad de ella, de verificar la necesidad vital de una nueva prensa independiente, lejos de la prensa de industria y del periodismo de gobierno: Mediapart fue prácticamente la única, bajo la pluma de François Bonnet, en formular dudas y plantear preguntas al día siguiente del voto de la resolución 1973 en el Consejo de Seguridad.

Más que nunca, estas dudas y estas preguntas siguen estando de actualidad. Salvo que se pierda todo sentido crítico y toda memoria reciente, el justo apoyo a la causa del pueblo libio no podría impedir subrayar este cálculo politiquero del que es hoy el instrumento en Francia. Pero también más allá de las fronteras, puesto que, estando Nicolas Sarkozy a la cabeza de la maniobra guerrera, sus incoherencias y sus cegueras no pueden sino pervertir y corromper esta tardía tentativa internacional de socorro al pueblo libio.

Una guerra hecha para olvidar

Se nos opondrá, por supuesto, el fin justificado que relativizaría sus medios: derrocar a un dictador, ir a socorrer a insurrecciones populares, proteger a poblaciones civiles… Sin embargo, esto no es aquí sino la vestimenta de circunstancias de una guerra inventada para olvidar y para persistir: hacer olvidar el compromiso, persistir en la dominación. Distracción en política interna, demostración de fuerza en el exterior: lo que resume muy bien su comparación por la prensa británica con la operación Falklands (Malvinas) de Margaret Thatcher, que no dejó de tener por feliz consecuencia precipitar la caída de la dictadura militar argentina, igual que se puede esperar que la actual intervención militar acelere la del régimen de Gadafi.

Desear esos efectos bienhechores no impide permanecer lúcido y despierto: si la suerte del pueblo libio fuera verdaderamente la primera de las preocupaciones del poder francés, sin duda nos habríamos dado cuenta de ello antes. Lo cierto es que la Francia de Nicolas Sarkozy es la peor situada para pretender aportar su libertad a los pueblos árabes, por haber estado tan comprometida ayer con los regímenes autoritarios o dictatoriales que hoy derrocan o resquebrajan. Desde 2007, la regla fue el compromiso, bastante más allá de las relaciones ordinariamente impuestas por la realpolitik en diplomacia.

Hay coincidencias que, lejos de ser anecdóticas, resumen hábitos: la forma en la que el poder que se vanagloriaba de haber lanzado una Unión por el Mediterráneo se encontraba cómodo en países transformados en patio trasero, lugares de veraneo a pesar de la opresión de sus pueblos y de la corrupción de sus élites. Es así como se vio, en las fiestas de finales de 2010, al presidente francés pasando unos días en el Marruecos de un monarca de derecho divino, su ministra de Asuntos Exteriores de vacaciones en el Túnez del clan Ben Ali, su consejero especial en la Libia del coronel Gadafi y su primer ministro visitando Egipto con gastos pagados por el presidente Mubarak.

En el cruce de las políticas públicas y de los compromisos privados, el episodio tunecino fue tan abrumador que provocó una crisis ministerial en Francia, con la dimisión de la ministra de los Asuntos Exteriores, que había propuesto públicamente su ayuda al dictador en cuestiones de seguridad, algunos días antes de su caída. Pero no era eso sino la pequeña parte visible de las inmensas corrupciones aceptadas o impulsadas bajo el doble imperativo del interés mercantil y de la ceguera ideológica, sirviendo el espantajo islamista de coartada para los negocios realizados con opacidad y avidez ante las dictaduras oligárquicas, que han transformado su riqueza nacional en bien familiar.

Nada prueba por otra parte que este comportamiento haya desaparecido con los regímenes tunecino y egipcio: así, fue demasiado poco señalado que el único viaje oficial al más alto nivel, el del primer ministro, a falta del propio presidente, al mundo árabe tras la caída de Ben Ali y Mubarak, fue a Arabia Saudita, al mismo lugar al que el dictador tunecino fue a refugiarse.

Los días 12 y 13 de febrero, en plena tempestad democrática árabe, François Fillon se fue pues a tranquilizar al régimen más oscurantista de la región, que impone la ley islámica en la vida cotidiana y discrimina no solo a los no musulmanes, sino también a los chiítas en el seno del islam que comparten con los sunitas. Peor aún, era con motivo de maniobras militares conjuntas de los Ejércitos saudita y francés, ilustración de ese complejo militaro-industrial que domina la política exterior francesa en esas regiones.

Con esta medida, el caso libio fue, estos últimos años, el más caricaturesco. El reciente libro de Jean Guisnel, cuya parte sobre Libia ha publicado Mediapart, es exhaustivo sobre el asunto y, por ello, demoledor. Como ha demostrado The Guardian, Francia tiene con Italia el récord de ventas de armamento al régimen del coronel Gadafi desde 2007. La puesta en escena, tanto en Trípoli como en París, del acercamiento con el dictador libio implicó directamente a la Presidencia de la República, sus redes y sus intereses, bastante más de lo que tenía de iniciativa de la diplomacia profesional.

Esta palinodia fue un concentrado de las corrupciones francesas: gestión privatizada de la política extranjera (la impensable pareja Claude Guéant/Cécilia Sarkozy); intermediarios de ventas de armas situados en el centro del poder (Ziad Takieddine, el hombre clave del asunto Karachi); industriales del armamento en el corazón de nuestro sistema mediático (Dassault y Lagardère vía EADS); políticas que llevan una carrera de intermediarios profesionales (Patrick Ollier, animador de las relaciones amistosas franco-libias y que continúa como ministro de las relaciones con el parlamento), etc.

Visto desde Francia, el asunto libio es una operación de blanqueo y de amnesia a la que debemos oponer una memoria testaruda. Pues no se ve por qué milagro el espíritu de responsabilidad podría repentinamente ganar a una Presidencia que, hace algunos meses aún, proseguía sus negociaciones con la dictadura libia para exportarle nuestra industria nuclear civil. Comenzada en 2007 y concretada por un protocolo franco-libio firmado por parte francesa por Bernard Kouchner, entonces nuevo ministro de Asuntos Exteriores, esta discusión toma un curioso relieve cuando el acontecimiento japonés subraya la incertidumbre sobre la seguridad de las centrales.

¿Podemos imaginarnos al régimen de ese dictador, cuya supuesta locura gusta subrayarse, en posesión hoy de una central nuclear, cuando incluso hasta 2003 hacía todo lo posible para dotarse del arma nuclear vía sus redes pakistaníes?

La cruzada de Guéant, el Suez de Minc

Que sea abandonado por sus amigos más cercanos o más comprometidos es un mal presagio para el coronel Gadafi y, evidentemente, buen augurio para su pueblo. Pero eso no significa que quienes le abandonan hoy serán mañana los amigos sinceros del pueblo libio.

La evidente prueba de que ninguna ética de convicción anima a Nicolás Sarkozy en el asunto libio, es que defiende exactamente lo contrario de lo que le animaba hace aún unas pocas semanas. Tras un silencio tan desdeñoso como embarazoso, su primera reacción frente a los levantamientos democráticos que hicieron caer a sus dos amigos Ben Ali y Mubarak, pilares oficiales de su Unión por el Mediterráneo, fue de temor y de miedo. Temor a una historia imprevisible que transformó en un discurso de miedo dirigido hacia el pueblo francés. Aprovechando la remodelación gubernamental del 27 de febrero para expresarse al fin sobre las revoluciones árabes, blandió la amenaza de invasiones migratorias incontroladas y de regímenes peores que las dictaduras derrocadas.

En esa onda, su partido, la UMP, y sus allegados, en particular el nuevo ministro del Interior, Claude Guéant, pusieron en marcha la designación de los habituales chivos expiatorios: el islam, sobre el que habría que debatir con urgencia; los musulmanes, que se convierten en una categoría a parte de franceses; y los inmigrantes, cuya afluencia haría que uno no se sintiera ya en su casa en Francia. No habiendo sido interrumpida en forma alguna por la intervención en Libia esta secuencia hexagonal, es difícil ver cómo un país podría pretender sinceramente aportar mediante la guerra la libertad a pueblos cuyas culturas, creencias y recorridos desprecia, excluye y estigmatiza.

Lejos de testimoniar sobre una apertura al mundo y a los demás, la causa libia es aquí rehén de una regresión y de un repliegue francés. Es al más antiguo colaborador de Nicolas Sarkozy, Claude Guéant, a quien se debe la demostración más explícita. Al día siguiente de la primera vuelta de las cantonales que ha visto una derrota histórica de la derecha (la UMP representa solo el 7,5% de los inscritos), el ministro del Interior ha proseguido su campaña xenófoba que no se priva de copiar las cantinelas de la extrema derecha. "Un exceso de inmigración en Francia preocupa a los franceses", repetía el lunes 21 de marzo en Le Figaro, antes de felicitar a su mentor por su compromiso libio en términos tan poco anodinos: "El presidente se ha puesto a la cabeza de la cruzada…".

Una cruzada, pues. Lo impensado colonial, impensado de jerarquía entre las civilizaciones y las culturas, las religiones y los pueblos, sigue claramente en el corazón de la forma de pensar de esta presidencia. Uno de sus portavoces oficiosos, consejero tan apresurado como activo, lo confirmaba en los comienzos del asunto libio: Alain Minc no dudaba, el viernes 18 de marzo, en comparar la alianza franco-británica que dirige el asunto a la de la expedición de Suez en 1956, símbolo de las aventuras neocoloniales frente a la emergencia del nacionalismo árabe. Un nuevo Suez, pues, con este matiz aportado por Minc: "En 1956, (era) para defender los intereses; ahora, es para defender los principios". Salvo que en 1956 ya, como hoy, los principios eran invocados como coartada de los intereses.

Se objetará evidentemente como diferencia fundamental que, esta vez, una resolución de la ONU enmarca la intervención, sin haber encontrado veto en el Consejo de Seguridad. La excepción libia -esa dictadura ubuesca impuesta desde hace cuarenta y dos años a un país rico en petróleo pero poco poblado (seis millones de habitantes)- explica sin duda esta mayoría de circunstancias. Pues no ha sido preciso esperar mucho para que los silencios, las contradicciones y las ambigüedades de la solución votada hagan que se tambalee la coalición que ha salido de ella. Las prudencias y precauciones americanas remiten a las preguntas planteadas de entrada por las diplomacias brasileña, india y alemana, las tres abstencionistas aunque sin amor por el régimen libio, sobre la coherencia y la eficacia de la intervención propuesta.

¿Qué mando unificado, qué objetivo de guerra al fin, cómo hacer caer al dictador sin tropas en tierra, cómo evitar los siniestros daños colaterales cuyas primeras víctimas son los civiles que se pretenden proteger, cómo impedir que una eventual dirección por la OTAN no firme el carácter occidental de esta nueva guerra, por qué no armar directamente a la insurrección del Este de Libia? Otras tantas preguntas que pesan hoy sobre una intervención hecha a la vez demasiado tarde y demasiado rápidamente: demasiado tarde puesto que viene tras la contraofensiva a punto de ser victoriosa del coronel Gadafi y demasiado rápidamente pues está concebida sin análisis preciso de la situación concreta, como si fuera un golpe mediático.

La guerra de los neoconservadores franceses

En el origen de esta guerra impulsada por Nicolas Sarkozy por puros motivos de política interior, hay en efecto un golpe mediático: el de Bernard-Henri Levy que, como acostumbra y, desde este punto de vista, no sin coherencia, ha reunido tras su lustre la versión francesa de los neoconservadores americanos. A izquierda de la derecha o a derecha de la izquierda según sus itinerarios, reciclan, en nuestra época incierta, la vieja lógica dominadora de un Occidente seguro de sí mismo, de su potencia y de sus valores, sobre todo de los valores de su potencia. Corren detrás de una gloria perdida mientras el mundo se tiembla bajo sus pies, inventándose nuevas relaciones, nuevas libertades, nuevas igualdades.

Lanzado el 16 de marzo en Le Monde, a cuyo consejo de vigilancia se ha sumado Bernard-Henri Levy, el llamamiento de personalidades en favor de la intervención libia estaba firmado por diversas figuras de las indignaciones de geometría variable. Tres ejemplos.

Bernard Kouchner simboliza en él a los partidarios de la intervención americana en Irak, fundada en una mentira y violando el derecho internacional. André Glucksmann se ha distinguido recientemente por una tribuna de opinión que relega al arcén de la historia los derechos de los palestinos, que continúan negados a pesar de muchas resoluciones onusianas. Y Antoine Sfeir encarna los antiguos apoyos muy poco desinteresados de la dictadura tunecina, intentando hacer olvidar sus extravíos mediante ese celo guerrero.

El infierno, se sabe, esta empedrado de buenas intenciones. Esta urgencia guerrera proclamada en Paris es un nuevo episodio de una batalla esencial en la que se juegan las futuras relaciones internacionales. Que a veces haya guerras inevitables o guerras necesarias, que haya para ello alianzas de intereses y coaliciones de ideas entre naciones, es evidente, incluso si siempre es una lástima. Pero ¿hay por ello "guerras del derecho", "guerras justas", "guerras de principios", como nos cuentan de nuevo?

Cualquiera que sea el absoluto invocado -la religión o la justicia, la fe o el derecho-, siempre es erigir la guerra como absoluto. Este automatismo cuya legitimidad sería el derecho es un juego de manos, puesto que ignora en gran medida la pregunta fundamental: ¿quién erige el derecho, quién dicta la ley, quién es el juez?

Todo el mundo sabe que en el estado actual de las relaciones internacionales, el Consejo de Seguridad expresa correlaciones de fuerzas más que mayorías de convicción. Los promotores de la operación libia adoptan una agenda incompleta y parcial. Si el objetivo proclamado es proteger poblaciones civiles de la represión de la que son víctimas por parte de su propio gobierno, ¿qué hacer entonces, sin salir del mundo árabe, en Yemen, Siria, Bahrein o en Arabia saudita, países en los que tales escenarios están en curso? ¿La ONU debería desencadenar tantas intervenciones exteriores como insurrecciones, represiones y guerras civiles haya? Y ¿por qué entonces no se le mandó intervenir cuando, a fines de 2008 y comienzos de 2009, el Estado de Israel invadió la banda de Gaza, en una desproporción de armas cuyas peores consecuencias pagará la población civil palestina?

Se ve claramente: confrontado a la complejidad del mundo, el razonamiento ideológico que anima a nuestros neoconservadores no aguanta la prueba de la realidad. Eligiendo entre aliados y enemigos, potencias autorizadas a violar el derecho internacional y Estados declarados canallas debido a su debilidad, su coherencia interna es, al final, de intereses más que de principios. ¿En el preciso momento en que los ataques aéreos comenzaban a caer sobre Libia, no se acentuaba la represión en la península arábica, atacando en particular a las minorías chiítas cuya discriminación testimonia un rechazo al pluralismo por monarquías petroleras inquietas por su perennidad y amenazadas por sus pueblos?

Cualquiera que sea su salida, feliz si el dictador cae lo más rápidamente posible, desgraciada si se transforma en fracaso, esta guerra que aprueban espontáneamente todos los opositores libios no deja de ser una trampa. Trampa para el pensamiento, para la política, para el mundo. Está permitido esperar que los pueblos árabes, en su dinámica liberadora, sabrán volver esta trampa en su provecho, en una estrategia de los débiles a los fuertes. Pero nada obliga a saltar con los pies juntos a este cepo, perdiendo todo sentido crítico. Se puede jugar y apostar. Pero a condición de no hacer trampas. Particularmente con la verdad de los hechos y con la memoria de las situaciones.

http://www.mediapart.fr/journal/international/230311/cause-libyenne-calculs-francais-cette-guerre-est-un-piege

Traducción: Faustino Eguberri para VIENTO SUR


http://www.vientosur.info

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