Paco Gómez Nadal / Panamá Profundo - Mariátegui
22/02/10
Tengo un nexo emocional muy fuerte con Fujimori. En el año 1997, cuando “el chino” tomó a sangre y fuego (más sangre que fuego) la Embajada de Japón en Lima, yo dirigía un periódico en Managua y como tal, escribí un editorial duro alertando sobre aquella bestia disfrazada de Presidente y sus secuaces.
En ese momento, entre la derecha latinoamericana había fujimorimanía y todos rezaban para que el niño Dios les pusiera por Navidad un presidente de la República lo más parecido posible al ahora encarcelado ex mandatario.
Es obvio que mi etapa como director de aquel medio acabó 24 horas después de que se publicara el editorial. Hice las maletas, pero defendí siempre la obligación de indignarse ante los golpes de Estado con o sin armas, ante la concentración del poder y ante los supuestos Mesías.
Cinco años después, ya en la Colombia de la uribemanía, cuando aún no llevaba un año en el poder, se me ocurrió declarar ante los medios que Uribe estaba aplicando a ese magnífico país un fujimorazo más lento y mucho más peligroso (porque a diferencia de Fujimori, Uribe es un ser brillante que ambiciona la gloria más que el poder o la plata).
Hoy, con toda la tristeza del mundo, toca seguir indignado y hablando, sin miedo y sin temor a confrontaciones. En eso debería consistir la democracia, ¿no?: en poder hablar en libertad, en debatir y contradecir siempre en el marco del respeto y de la institucionalidad.
En Panamá se está produciendo un nuevo fujimorazo. El padre del “autogolpe democrático” (lo debería haber patentado) se ha vuelto a reencarnar en otro país de la región. No puedo escribir este artículo ni con sarcasmo ni con humor. La situación es demasiado grave como para perder el tiempo.
Ricardo Martinelli y sus secuaces han decidido tomarse el poder. No gestionar el poder que los ciudadanos le otorgaron (que es limitado), sino tomarse todos los ámbitos del poder para poder manejar el país como una finca explotadora de Soná o como una congregación de adeptos. El desprecio por la institucionalidad, la concentración de poderes, el irrespeto por todo aquel que no esté en la línea oficial, las reformas ministeriales que nos encaminan hacia un estado coercitivo, la soberbia… son los rasgos de personajes autoritarios en lo profundo y cínicos en la superficie. En el proyecto de Martinelli aparecen personajes peligrosos como Papadimitriu (fiel seguidor del proyecto político más vilipendiado de la historia reciente: el de George W. Bush), tenebrosos como Mulino (un tongo de saco y corbata que parecería desear calzar uniforme), de doble apariencia como Varela (agazapado esperando el turno y sirviendo a sus propios intereses y a los de los corifeos rezanderos) … Los primeros espadas son estos, pero están repartiendo a sus gentes por todas las instituciones del Estado, porque la Asamblea Nacional se les ha quedado pequeña para su proyecto político de futuro.
Sin embargo, todo esto no me parece tan grave como el clima de temor que se siente en el país. Miedo a hablar por las consecuencias que puede tener, miedo a tomar posición porque en este duelo de calle arriba / calle abajo, si uno no está con el Gobierno es un maleante, miedo a salir a la calle porque la sociedad civil ni está organizada ni tiene la fuerza necesaria para arropar protestas, miedo a quedar fuera del reparto, miedo.
El daño que puede generar el gobierno de Martinelli, si sigue por este camino, es mucho más profundo y permanente que el que han provocado corruptos e ineficientes anteriores. Herirá de muerte a esta joven democracia y volveremos a la época de las bananeras, en las que desde la gerencia de una empresa se decidía la suerte de buena parte del país.
El Presidente está a tiempo de rectificar, de no cumplir con los augurios que hablan de proyecto reeleccionista, de sacar sus manos del Órgano Judicial, de eliminar la politiquería de las relaciones con la Asamblea , de retomar una senda que prometía eficacia y transparencia.
Gobernar no es tener la razón, sino atender a razones, la de los millones de panameños que no pueden perder más tiempo en el rejuego político, mientras su calidad de vida y sus perspectivas de futuro siguen lastradas por la historia.
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