Perú: La Izquierda no debe perder tiempo en elecciones


Nuevamente defraudados

Dante Castro / Mariátegui
Foto: Indymedia Perú
19/05/10


Bastante escribió el gran Lenin acerca de la participación electoral de los comunistas, como para ser nosotros unos anárquicos abolicionistas del voto universal. La abstención por la abstención no es cosa de revolucionarios sino de anarco-infantiles. Este apodo pusimos en los 80 a quienes censuraban como “cretinismo parlamentario” la participación de la izquierda en elecciones. En líneas generales, la izquierda debe participar y no dejarle el voto de la clase obrera, del campesinado, del semi-proletariado y de las capas medias, a los partidos burgueses.

Cuando dije “en líneas generales” hacía la salvedad para señalar algunos aspectos particulares que diferencian a nuestra zurda de las de los países vecinos. La izquierda peruana viene de un proceso de descomposición que no ha podido ser subsanado en las últimas dos décadas. Ese proceso tiene motivaciones endógenas y exógenas, responsables y víctimas, causas y efectos.

Circunstancias particulares de nuestro proceso

El proceso político peruano ha tenido como contexto una guerra interna que marcó a fuego la historia del país. En los años 90 y 91 los partidos tradicionales de la izquierda, en medio de la división de Izquierda Unida (IU), había perdido auditorio y credibilidad. El desgaste de sus principales figuras y la falta de renovación de cuadros dirigentes, paralizó y estancó el crecimiento antes aluviónico de IU. Además de esas causales endógenas, la situación se agravaba por diferentes razones exógenas: 1) la democracia representativa había agotado todas sus posibilidades frente al reclamo creciente de las mayorías. 2) La guerra interna había cobrado proporciones extendiéndose por todo el país y sometiendo a los principales partidos de izquierda a cuestionamientos existenciales respecto a sus respectivos programas de poder.

Como resultado, muchos sectores juveniles desertaron de sus partidos originales para incorporarse al PCP- Sendero Luminoso o al MRTA. Los dirigentes tradicionales de izquierda no se mostraban interesados en la suerte de sus propias bases en zonas de emergencia, cuyos militantes engrosaron las listas de víctimas del terrorismo de Estado. Algo que se podía constatar era la enorme brecha diferenciadora entre dirigentes y dirigidos. La clase dirigencial de la izquierda, compartiendo los mismos vicios que la derecha, hacía fácil imaginar cómo administrarían ellos el destino del país una vez en el poder.

Hay que señalar un tercer factor exógeno: la caída del campo socialista. Este hecho tuvo un único partido lesionado, por su dependencia con Europa Oriental: El PCP-Unidad. Los demás partidos pertenecían a doctrinas que vaticinaban la caída de la URSS o cuestionaban su modelo por “revisionista”, “social-imperialista” o “burocrático”. Visto de ese modo, el problema no habría tenido mayor trascendencia. Pero veámoslo desde el punto de vista de la credibilidad en el modelo de desarrollo socialista y desde otro más: se cerraba la posibilidad de realizar una revolución no-alineada en un mundo bipolar. Al despertar en un mundo unipolar las izquierdas alternativas al modelo soviético (maoístas y trotskistas incluidos) se sintieron en apuros. La aplanadora de conciencias del neoliberalismo hizo lo demás: Fukuyama y el fin de la historia, la muerte de las ideologías, el discurso de la postmodernidad, etc. La revolución cibernética y el arrasamiento de los derechos laborales a nivel mundial, acompañaban a la reducción del rol del Estado en la economía. El triunfalismo neoliberal venía a remover conciencias y a extirpar idolatrías.

La clase dirigencial contra las bases

La izquierda pudo recuperarse de los primeros golpes si hubiera reaccionado a tiempo. Las bases que aún sostenían el andamiaje de los partidos estaban dispuestas a pelear en defensa de su espacio. Pero los dirigentes de siempre se irrogaron el protagonismo, privando a sus propios militantes del derecho a una democracia interna que hubiera saneado la vida partidaria.

El comunista yugoeslavo Milovan D’jilas escribió un célebre libro “La nueva clase”, en donde denunciaba los privilegios de los dirigentes y la sucesión dinástica en los cargos, así como la falta de democracia interna en los partidos comunistas. Cuando estaba vigente la aplanadora de conciencias soviética Novosti, igual que las agencias noticiosas chinas (Remin Ribao), D’jilas fue satanizado. Después de la caída del muro de Berlín, se convirtió en una voz autorizada, justamente por no haber desertado de la causa proletaria ni haber renunciado a su filiación.

Mirando resultados en el Perú, solo podemos decir: cuánta razón tenía D’jilas. La clase dirigencial en Izquierda Unida tenía privilegios que jamás disfrutaban sus bases. Y en el PCP-SL esos privilegios salieron a flote con los videos que desacralizaron para siempre a Abimael Guzmán, el “camarada Gonzalo”. Si sólo miramos los privilegios económicos, las diferencias abismales entre dirigentes y dirigidos no serían más que contabilidad. Nos interesan más sus resultados políticos.

La clase dirigencial se reservó el derecho de decidir por las bases y de administrar los recursos partidarios en función del absolutismo. Las masas que hacían a la izquierda, no contaban. Los dirigentes que usufructuaban los esfuerzos de las bases, sí. Bastaron diez años de desarrollo masivo de Izquierda Unida y de participación electoral, para que las heces salieran a flote.

Los que luchaban estaban abajo; arriba los que decidían listas y alianzas. Los militantes de eran asesinados por los sicarios del Estado o por los comandos de aniquilamiento del PCP-SL. Los jerarcas, no. Aquí debería hablar la estadística: cuántos militantes, dirigentes de masas, mandos intermedios y alcaldes provincianos fueron asesinados desde 1980 a 1992; y cuántos dirigentes de comités centrales sufrieron lo mismo. Es como esperar que Abimael Guzmán, “Gonzalo”, diera su cuota de sangre a la hora de ser capturado, así como él se la exigía a sus militantes del PCP-SL.

Las bases pedían cumplir con el programa estratégico, con mayor razón si el Estado burgués se halaba arrinconado por la guerra interna y sólo le quedaba el genocidio para salvarse. Pero los privilegiados del saber, la gente nacida para tomar decisiones, postergaban la radicalización para preservar sus cuotas de poder. Mientras tanto, los de abajo seguían poniendo los muertos.

Así fue como la izquierda legal iba quedándose en esqueleto mientras la carne de cañón fugaba a sus labores de supervivencia. Ese fue nuestro único muro que se nos derribó a fines de los 80 y comienzos de los 90.

La izquierda, el ser y sus circunstancias

La foto de familia sigue intacta, excepto los que han fallecido por razones de edad. Los mismos dirigentes que quebraron la unidad conseguida por el pueblo, están allí, dispuestos a candidatear. Alguien les ha dicho que tienen el derecho de representarnos. La unidad impuesta por el pueblo en lucha en 1977 y conseguida orgánicamente en 1983, fue destrozada por los dirigentes en 1989. Pero siguen apareciendo como si fuesen los protagonistas de la historia de la izquierda en el Perú. Anoten señores: la izquierda fue y es obra de los que están abajo, trabajando en la base, no de los que se encaraman en los tabladillos y se pelean a codazos por salir en la foto. Y así agarren juntos la bandera delantera de la marcha, están a la cola del nacionalismo burgués por una mínima cuota de participación electoral que no se las conceden.

Elecciones y democracia ahora

La izquierda tiene derecho a recuperar el espacio perdido durante la década funesta. Están en juego los derechos de los trabajadores, la soberanía y el medio ambiente, todos ellos agredidos por el capitalismo salvaje. Una de las formas de lucha, no la única, es la contienda electoral. A los capitostes de la burocracia dorada de la antigua izquierda, se les va la vida si no participan en elecciones. A la izquierda revolucionaria, no.

La legislación heredada del fujimontesinismo hace imposible que el pueblo inscriba a sus candidatos. Es el juego de los millones, de las empresas de propaganda, de las recolectoras de firmas, etc. Parece que nos dicen: sólo los adinerados serán elegidos o elegibles.

Son tres candidatos que pretenden representar los intereses del pueblo. El primero en lanzarse fue Ollanta Humala y el nacionalismo burgués que promete no modificar nada. El segundo es el padre Arana, respaldado por ONGs defensoras de los derechos humanos y del medio ambiente. El tercero es el líder amazónico Alberto Pizango, de quien seguimos esperando definiciones. Sería el colmo que tanto la iglesia como el ejército doten de candidatos al pueblo combatiente.

Es justo que las fuerzas populares que se enfrentan actualmente a la voracidad de las transnacionales, tenga la oportunidad de lidiar en elecciones. Pero, recordemos: ésta no es nuestra democracia. Cuando nos cierran las puertas y se las reservan a los dueños del dinero, es legítimo y hasta necesario que el pueblo funde otra democracia.

Fundar los órganos del Poder Popular ha sido una consigna abandonada por la burocracia de la izquierda conservadora. Igual hicieron con la consigna de Nueva Constitución. Parece que están más dedicados a inscribirse o a rogar un espacio a Humala que a ser consecuentes con las luchas del pueblo. Hoy las elecciones siguen funcionando, más que ayer, como un distractivo que desorienta al pueblo y hace perder el norte de la brújula.

Nunca antes estuvo tan cerca del colapso el gobierno del genocida García. Hace un año, los hermanos combatientes de Bagua, pusieron al alanismo contra la pared. Ahora la corrupción lo puso al borde del precipicio. Pero mientras se necesita unir al pueblo para la insurgencia, los líderes de siempre siguen empeñados en perder tiempo en sus grandes hazañas electoreras. Basta de desorientar la pueblo y de ilusionarlos con el circo electoral: es la hora de la insurgencia.

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