Argentina: Bariloche. Cambiar de caras y de moneda


Juan Nicastro / Mariátegui
Foto: ANRED
25/06/10


Tras el asesinato de un menor en manos de la policía el jueves pasado, la reacción popular y la nueva represión que trajo dos nuevas muertes, vuelve a hablarse de la extrema desigualdad de Bariloche, y hay quienes buscan -o permiten- limitar el debate a las condenas o apoyo a las fuerzas policiales.

El juez a cargo de la causa, Martín Lozada, explicó que el homicidio de Diego Bonefoi motivó “otros acontecimientos” relacionados con “reclamos sociales históricos”. Es importante esta declaración, sobre todo viniendo de un juez. Es importante que lo escuchen quienes hablan de “no responder a la violencia con más violencia”, y quizá así entiendan que cada asesinato, cada nuevo caso de gatillo fácil o violencia policial que sufren los sectores más postergados, es una nueva gota en un vaso que hace años ya ha rebalsado, o -si gustan de otra metáfora- un típico caso de intento de apagar el fuego con nafta.

Pero el que tira la nafta es el sistema, no la gente al apedrear una comisaría: lo aclaran los propios policías, cuando relatan que matan “delincuentes” por pedido de “la sociedad”.

Dividir el conflicto entre pobres y “fuerzas del orden” es simplificar la realidad de manera interesada. Hace unos pocos años, un policía de Bariloche me contaba cansadamente de su vida cotidiana. Eran las 3 de la mañana, estábamos en una de las discos más grandes de la ciudad. Hacía pocas horas había empezado su turno -un “adicional”- que terminaría a las 8, y con las luces del amanecer se iría a cumplir su turno “oficial”, otras ocho horas, pero esta vez con uniforme. El boliche estaba repleto de menores, casi no había mayores. El alcohol se vendía -como ahora- a precios muy caros que los todavía estudiantes pagan sin chistar. La tarea del cabo y sus compañeros es -por ejemplo- sacar afuera a los que, demasiado borrachos, ya molestan. Es ilegal vender alcohol a menores, pero no es la única actividad ilegal que el cabo apaña con resignación.

El dueño de ése y otros locales bailables, que ha admitido por radio que vende alcohol a menores, mantiene excelentes relaciones con la empobrecida policía local, ya que paga miles de pesos mensuales (varios boliches, varios policías por turno, muchos días al mes, multipliquemos) con certera regularidad. Empresarios como él son los primeros en levantar un teléfono para pedir que, ante alguna “crisis”, vengan los gendarmes para que la ciudad recupere la “paz social”.

Preguntar el apellido al cabo es triste, es escuchar otra palabra de raíz mapuche, es confirmar cómo es uno más del mismo barrio donde otro de su comisaría mató a Diego en la madrugada del jueves.

La policía viene matando pibes pobres desde siempre, pero los casos de gatillo fácil aumentaron fuerte en los 90, y desde entonces se mantienen, persistentes.

La desigualdad extrema de Bariloche es, lógicamente, conflictiva. La preservación de cierta tranquilidad de los sectores más acomodados y el tranquilo paseo de los ricos por las áreas turísticas implica “guetizar” las zonas pobres, marcar fronteras, como la calle Brown, que corre paralela al lago. Más debajo de esa calle, prohibido pasar, molestar, ensuciar.

En noviembre 2005, Bariloche fue la primer ciudad del país donde se realizaron operativos conjuntos con la presencia de gendarmería, prefectura y los grupos especiales de la policía provincial, para “preservar el orden”. Los oscuros grupos de efectivos portando armas largas en actitud de ocupación apuntados en cruces de caminos llegaron para quedarse y se sumaron al bello paisaje, para sorprender a más de un turista que pregunta qué pasa. Así ocurre porque así lo quieren los que detentan el poder real de la ciudad y porque una mayoría silenciosa lo permite. Porque no hay dos Bariloche, hay uno sólo. Uno es posible gracias al otro, el otro es resultado del uno. En aquellos barrios desvencijados viven las mucamas y los ayudantes de cocina que disfrutan migajitas de lujo en los grandes hoteles costeros. Las cámaras de seguridad de la famosa chocolatería Mamushka, para disminuir dulces faltantes, apuntan a… los empleados.

Ante las tres muertes recientes, el intendente atinará a reunirse con los empresarios con cara de preocupado, o se quejará de que el gobernador “ni siquiera levantó el teléfono para preguntar qué pasaba”. O dará vergüenza con su casi mínima presencia en el pico de la crisis, o culpando a organizaciones sociales por los piedrazos que buscan cascos negros. Pero nada dirá -no lo esperemos- de la inutilidad de su gobierno para pensar alternativas que saquen a la ciudad del círculo vicioso del turismo exclusivo.

Turismo exclusivo que excluye, que no cesa de pasear obscenamente ricos atendidos por pobres, que miente sobre su sostenibilidad mientras contamina el lago y amontona desechos en su parte trasera. Y la ciudad, enceguecida, sigue adelante sin intentar proveerse energía de otra manera, ni proveerse alimentos y servicios de otra manera, ni empleos o impuestos efectivamente distributivos, y no será al gobierno o a la clase dirigente a quienes se les caerá una idea para desconcentrar el negociado turístico.

Así que... sí, es difícil. Además de organizarnos para resistir la represión, solidarizarnos, conectarnos, cuidarnos, informarnos e informar, tenemos que pensar alternativas y presionar, debatir y trabajar para poner esas alternativas en marcha. Es difícil, pero es mejor que callarse o sumarse al coro de quienes piden “seguridad” y “tranquilidad”, en una actitud que fortalece el estado actual de la situación.

Comentarios