Mariátegui: La fuerza de las ideas


Gustavo Espinoza M. */ Mariátegui
15/06/10


Aún se recuerda que el escritor norteamericano Waldo Frank, amigo y contertulio del Amauta en los años más duros y complejos de su vida, definió a José Carlos Mariategui asegurando que se trataba de un verdadero “guerrero del pensamiento desde el Océano Pacífico hasta el Atlántico”. Sabia y precisa definición, que puso énfasis en los dos elementos básicos de la vida de este peruano, el más ilustre de todo el siglo XX.

Guerrero, en efecto, fue Mariátegui, porque declaró la guerra a una sociedad injusta y envilecida, basada en la opresión y la explotación, y porque llamó a la lucha y a la Revolución Social a los peruanos para construir -como lo dijera textualmente- “un Perú nuevo dentro de un Mundo nuevo”.

Y hombre de pensamiento, por cierto, porque Mariátegui confió, en primer lugar en la fuerza de las ideas y en el papel de la conciencia como motor de la voluntad humana.

Por eso en nuestro tiempo bien puede reivindicarse como certero el nombre que se puso al Seminario Internacional celebrado en 1984 en Lima con motivo de los 90 años del nacimiento del Amauta: “Pensamiento y Acción” porque, en definitiva fueron esos dos los elementos claves en la vida y en la obra de esta figura que evocamos nuevamente hoy.

Es bueno entonces que en esta Mesa tratemos de desarrollar el tema a partir del vínculo que une a la idea con el pensamiento y a éste con la imaginación.

Mariátegui nos dice en su Alma Matinal que el progreso “no sería posible si la imaginación humana sufriera derrepente un colapso”. En otras palabras, que la imaginación constituye para el hombre, la herramienta del progreso y del desarrollo. Por eso, asegura “la historia les da siempre razón a los hombres imaginativos”.

Pero Mariátegui, que rinde así culto a la capacidad creadora del alma humana, no la ata a cualquier progreso, ni a cualquier desarrollo. La anuda de manera clara y definida a las causas más avanzadas del hombre, a la lucha por los ideales de Independencia, Soberanía, Justicia, Libertad y Paz. Por eso, la imaginación resulta útil en la medida que se vincule a los grandes valores de la sociedad de nuestro tiempo y a las expectativas más claras del hombre universal.

Los libertadores, dice Mariátegui aludiendo a los hombres que nos dieron la primera Independencia, “fueron grandes porque fueron, ante todo, imaginativos. Insurgieron contra la realidad limitada, contra la realidad imperfecta de su tiempo”.

La idea no es, entonces, válida en abstracto. Como todas las creaciones humanas, lo es en la medida que asome ligada a los grandes objetivos que los hombres buscan para afirmar la victoria de los pueblos. Pero, sobre todo, cuando suman acciones que ayudan a estos a encontrar un camino definido para su liberación.

Por eso ahora, cuando en el mundo hay quienes proclaman la victoria universal del sistema de dominación capitalista e incuban la ilusión de cobijarse a su sombra, hay que recordar dos elementos básicos ligados a la herencia de Mariátegui.

El Ideal Socialista y el papel de la Revolución como instrumento de cambio en la sociedad de nuestro tiempo.

Y es bueno hacerlo porque vivimos una etapa de profundas mutaciones sociales. Y ellas no abarcan sólo los confines nacionales. Ni siquiera los latinoamericanos. Cuando se habla de la “crisis griega”, se alude en realidad a la crisis de Europa. Y más precisamente a la crisis del sistema de dominación capitalista que obliga a las figuras políticas del Imperio a adoptar medidas desesperadas para evitar su colapso. Y es que -fue Mariátegui quien lo dijo- “el capitalismo ha dejado de coincidir con el progreso”. En cambio, aseguró el Amauta, es la idea de la Revolución la única que puede salvar a las grandes masas constructoras del futuro.

En nuestro tiempo hay quienes, vencidos por derrotas transitorias, y doblegados y abatidos por la fuerza del enemigo; han renunciado al ideal socialista y abrigan la ilusión de introducir cambios en la sociedad actual para que, a fuerza de los mismos, ésta varíe su carácter. Esfuerzo loable, quizá, pero vano. Los cambios que se introduzcan en una sociedad como la nuestra servirán para hacer más digerible y aceptable el sistema de explotación capitalista, pero no para destruirlo. En cambio, podrían ayudar a perpetuarlo.

Y es que no se trata de perfeccionar el capitalismo, de hacerlo más humano y más justo, más potable y más confiable; sino de destruirlo desde su base misma porque esa es la única manera de construir una sociedad distintas en la que la explotación humana no sea la base de la riqueza material de la sociedad.

La desintegración de la Unión Soviética y el colapso del régimen socialista en Europa del este, fueron sin duda una victoria estratégica del capitalismo en el mundo, pero no tienen por qué garantizar su perpetuidad. Resultaron, en la coyuntura, más “eficientes” y más “atractivos”, pero no más justos ni más humanos. Simplemente confirmaron la idea transitoria de que es eventualmente posible quebrar la resistencia de los pueblos. Pero esas victorias, nunca son definitivas.

Ante ellas hay que anteponer un ideal socialista, que no debe ser buscado, como decía Mariátegui en “elocuentes decálogos ni en especulaciones filosóficas sino en la creación de una moral de productores por el propio proceso de la lucha anticapitalista”. La idea, entonces, orientada a forjar una sociedad alternativa debe brotar de la naturaleza misma, de la esencia humana, contraria, per sé, a la opresión y a la injusticia.

Contrastes tendrán los pueblos, ciertamente. La historia lo confirmar. Espartaco, después de acumular fuerzas durante varios meses, cayó en algunas horas bajo el peso irresistible de las legiones romanas. Pero no por eso su lucha fue injusta. Nadie podría decir en su sano juicio que la razón asistió a los vencedores, y que el triunfo de Marco Craso confirmó la justeza de la esclavitud como forma de dominación humana.

La Revolución Francesa, propiamente, duró muy pocos años. Iniciada con la Toma de la Bastilla en julio de 1789, fue abatida por el peso concertado de todos sus enemigos que impusieron distintos regímenes transitorios -incluido el Napoleónico- hasta recomponer la dominación de la Monarquía. Pero a despecho del Congreso de Viena de 1815, los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad, no fueron nunca abolidos de la conciencia humana.

La Comuna de París -el primer gobierno proletario de la historia humana- duró apenas algunos meses y fue abatida por el odio más salvaje de los explotadores; pero la llama quedó encendida. La Revolución Rusa - “el acontecimiento dominante del socialismo contemporáneo”- duró sólo 8 décadas, pero dejó inmensas lecciones en aciertos y errores y por eso “conserva intacto su interés para los estudiosos”. Corresponde a las nuevas generaciones de luchadores, desentrañar esa experiencia para superar o enmendar su accionar. Pero nunca negarlo. Es en el socialismo, donde hay que buscar la nueva etapa de la historia humana.

Pero construirlo hay que trabajar desde abajo, desde la juventud y desde las capas más deprimidas a expoliadas por la sociedad capitalista, comenzando por los trabajadores.

La clase obrera de nuestro tiempo no es la de antes, podrían decirnos algunos. Y es verdad. Nunca nada es igual que antes. Porque ni la historia, ni los procesos sociales, se detienen en el tiempo. Todo cambia y se transforma. Pero todo, evoluciona. Y la clase obrera evolucionará para ser mejor que antes. La Clase Obrera de la Comuna de Paris no fue la de las Barricadas de Moscú de 1905; ni ella, fue la misma que tomó el Palacio de Invierno en la Revolución de Octubre del 17. Tampoco fue igual la que venció con las armas en la mano al fascismo en los duros años de la II Gran Guerra. Los tiempos cambian, pero los procesos sociales no se modifican por el paso de los años, sino por el accionar de los hombres. No cambian solos. Hay que cambiarlos. Y esa es la idea que quiso anidar Mariátegui en la conciencia de los peruanos.

Por eso, en los Principios Programáticos del Partido Socialista dijo: “La Revolución de la Independencia, hace más de un siglo, fue un movimiento solidario de todos los pueblos subyugados por España; la Revolución Socialista es un movimiento mancomunado de todos los pueblos oprimidos por el capitalismo”.

A partir de allí, se perfila el segundo tema que nos interesa analizar: la Revolución Social.

Para admitir la importancia de la Revolución Social en el proceso de desarrollo de un país, hay que reconocer, antes que nada, la existencia de las Clases y la lucha entren ellas.

Negarlas aludiendo a la “concertación social”, a la “unidad nacional” o al “buen acuerdo entre las partes” no solo constituye un error de apreciación, sino un desconocimiento absoluto de la realidad. ¿Qué puede explicar que en una región como América Latina se registren los abismales contrastes que todos conocemos, la concentración de ingentes riquezas en manos de unos pocos y la más profunda miseria en detrimento de decenas de millones; sino el hecho que una clase privilegiada detenta la riqueza y otra expoliada la sufre? ¿Y cómo explicar que quienes detentan el Poder entregan las riquezas básicas de diversos países a grandes y poderosos consorcios extranjeros, sino por la insaciable voracidad de los monopolios, expresión creciente de la Clase Dominante?

Es claro que las Clases Sociales existen, aunque los nieguen algunos fariseos de la política criolla. Y que la lucha entre ellas marca el itinerario social, como lo acredita en nuestro país la profunda crisis que lo agobia y las tensiones no resueltas que se expresan en violencia incontrolable que deja siempre una secuela dolorosa de muerte y destrucción. Los recientes sucesos de Bagua, por ejemplo, no resisten el análisis que se detiene sólo en el desprecio ancestral a las poblaciones originarias. Este existe, sin duda. Y hay que enfrentarlo. Pero el hecho en sí, se explica por el incontrolable deseo de la clase dominante de lotizar la selva para entregarla en venta a poderosas empresas multinacionales que buscan a su vez, apoderarse de la bio diversidad allí existente, del agua y de las ingentes riquezas minerales en diamantes y petróleo de la zona. Una Clase expoliadora, entonces, que no sólo oprime a las poblaciones, sino que, además succiona vorazmente todo aquello que le resulta provechoso. Esa es la lacerante realidad que nos agobia.

La descomposición de la sociedad de nuestro tiempo en la que la droga, el crimen, la corrupción y el poder de las mafias constituye el pan del día, nos confirma algo que Mariátegui había previsto en los años veinte: “la burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal renacentista ha envejecido demasiado”. Y es que ocurre que, no sólo en nuestro país sino también en otros, “el poder está en manos de políticos rutinarios y escépticos manejados por una poderosa plutocracia” ¿Quién podría negarlo?

En cambio de esa realidad, el Amauta sostiene que “el proletariado tiene un mito: la revolución social”.

Y es bueno que nos ocupemos brevemente de ella. Y es que, con frecuencia se confunde en nuestros países un cambio en las políticas de gobierno o algunas medidas de corte oficial asegurando que se trata de “actos revolucionarios”. De este modo no sólo se engaña a los incautos, sino que también se prostituye el término Revolución confundiéndola con una simple proclama que ni siquiera cabe como expresión de reforma.

La Revolución Social no es solo el advenimiento de un nuevo gobierno cualquiera sea el signo de éste. Es un cambio que se produce en las esferas del Poder y que se expresa en una nueva -y distinta- gestión gubernativa.

La Revolución Social es un fenómeno de masas. Y se produce en un país cuando millones de hombres de ese país se unen y se organizan para resolver los problemas que agobian a los millones de hombres que viven en ese país. Así, sencilla y didácticamente, lo explicó en cierta ocasión un calificado experto en la materia, el Dr. Fidel Castro Ruz.

Pero este inmenso fenómeno de la historia, no ocurre ciertamente de la noche a la mañana. No es de pronto, que los hombres y mujeres de un país, toman conciencia de sus dificultades y se unen para enfrentarlas. Se trata, sin duda, de un largo y fatigoso proceso en el que lo fundamental es la conciencia de los hombres y de los pueblos, la lucha de las ideas. Por eso, en su tiempo, decía José Martí: “trincheras de ideas, son más fuertes que trincheras de piedra”.

Se trata, en efecto, de educar políticamente a las masas para que tomen conciencia de su función revolucionaria. Y es que, como lo dijere el Amauta “la revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo”. Y es indispensable –añadía- afirmar que el hombre “no alcanzará nunca la cima de su nueva creación, sino a través de un esfuerzo difícil y penoso en e que el dolor y la alegría se igualarán en intensidad”.

Se puede, entonces luchar en el marco de la sociedad capitalista por reformas. E incluso, participar en procesos electorales enarbolando programas y banderas legítimas que encarnen los intereses y los propósitos de las masas y promoviendo líderes auténticos, y no burócratas formales. Pero es ilícito y profundamente equivocado, creer que esas reformas harán innecesaria una Revolución Social; del mismo modo que es pérfido y electorero suponer que subiéndose al carro de cualquier candidato sin programa y sin trayectoria de lucha, se aporta realmente a la causa revolucionaria de los pueblos.

Vivimos una etapa crucial en nuestra historia. Urge que tomemos conciencia de la necesidad de una batalla de largo aliento en la que resulta indispensable construir instrumentos de Poder real desde la base misma de la sociedad. La educación de las masas, la organización de los trabajadores y el pueblo y la participación activa y consciente en sus luchas; será sin duda aliento para las nuevas generaciones de revolucionarios. A ellas les corresponderá construir una historia mejor, siguiendo la ruta del Amauta.


(*) Intervención en Simposio “El Pensamiento de Mariategui y América Latina de Hoy” celebrado en Lima entre el 10 y el 12 de junio del 2010

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