Mario Vargas Llosa: Menem no era liberal


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El talentoso escritor Martín Kohan entrevistó al nobel de literatura. "Uno escribe con sus ideas, manías y obsesiones. Pero el campo de la literatura es mucho más ancho que el de la política", remarcó

24/04/11


Mario Vargas Llosa se muestra tolerante incluso con el clima. Lo esperan esta tarde las únicas horas de descanso de que dispondrá por estos días en medio de infinitas actividades, y se irá a pasarlas al campo. Pero el cielo de Buenos Aires, al que el piso alto del Hotel Sheraton y las nubes bajas de la tormenta hacen parecer mucho más cerca, le revela un tiempo adverso: día encapotado y lluvia. El Nobel contemporiza, el campo y el descanso lo esperan de todas formas. Mientras tanto, siempre amable, se dispone al diálogo con PERFIL.

—Usted ha padecido en gran medida la separación un poco mecánica de literatura y política. Una especie de fórmula que se le ha infligido en el sentido de decir “sus libros sí, pero sus ideas no”.

—Sí.

—Pero en un punto quizás usted mismo incurrió en esa separación, en el momento en que declaró que en principio iba a hablar sólo de literatura en la Feria del Libro de Buenos Aires, pero luego que iba a hacerlo también de política. Quería preguntarle, buscando justamente la conexión de la política y de su literatura, ¿en qué sentido sus recorridos y sus cambios políticos a lo largo de todos estos años afectaron y modificaron su literatura?

—Es difícil que yo mismo lo diga. No acabo de darme cuenta de eso. Yo creo que tú como novelista lo sabes de sobra. Yo creo que uno escribe con todo lo que es, con todo lo que tiene. Escribe con sus ideas, manías, obsesiones. Escribe con unos fondos que salen a la hora de ponerse a escribir. Lo que creo es que el campo de la literatura es mucho más ancho que el de la política. Expresa muchas experiencias que no tocan directamente lo político y muchas veces una obra literaria desborda largamente lo que podría ser una visión política. Entonces, de hecho, yo no he escrito novelas con intenciones políticas inmediatas ni muchísimo menos, aunque algunas de esas novelas sí tocan la problemática política de una manera muy directa. Novelas sobre dictaduras, sobre dictadores. Pero creo que por lo menos el esfuerzo lo hago, cuando escribo sobre política, me pronuncio sobre temas políticos, procuro escribir de una manera fundamentalmente racional. Cuando escribo una novela, dejo que participen muchas otras cosas: convicciones, la visión racional, intuiciones, instintos y muchas veces un material espontáneo que se filtra a la hora de escribir ficción. Creo que la literatura da una proyección mucho más compleja, más ancha que la que dan las convicciones políticas, que son sólo un aspecto de una personalidad múltiple. ¿No?

—Efectivamente, pero también hay una dimensión que no hay por qué encuadrar en lo inmediato, en una especie de eficacia un poco instrumental. Estimo que en algún punto su colocación a fines de los años 60 –por señalarlo más claramente– en relación con los cambios sociales y políticos, respecto de su posición en el presente, ¿eso sí ha modificado el modo en que piensa su propia literatura?

—Supongo que sí. Yo creo que las experiencias que he ido acumulando, que han ido modulando y a veces cambiando radicalmente la manera de ver las cosas, se han reflejado en lo que escribo sin ninguna duda. Al mismo tiempo, estoy seguro de que hay una continuidad. La famosa frase de Roland Barthes de que la historia de un escritor es la historia de un tema y sus variaciones, yo creo que no es válida para todo el mundo pero que hay una cierta verdad ahí, que hay temas recurrentes que tienen que ver con algún centro neurálgico de la personalidad que inventa un escritor y que no pasan necesariamente por su racionalidad más consciente.

—Quería preguntarle por dos figuras que supongo o sé que han tenido una gran significación para usted y para muchos, que quizá puedan ser índices de un cambio de mirada sobre las cosas. Concretamente: ¿qué fue y qué es para usted Mariátegui? ¿Qué fue y qué es para usted Sartre?

— Leí a José Carlos Mariátegui cuando era muy joven, lo leí cuando estaba en la universidad y la primera impresión fue muy grande porque era la primera visión más o menos marxista de la problemática peruana. Sobre todo de algunos temas centrales de la problemática peruana, el problema indios, educación, política, descentralismo. Me impresionó mucho. Era la época en que estuve más cerca yo del marxismo, además. Luego lo releí, muchos años después, cuando estaba haciendo un libro sobre Arguedas, y la visión ya fue muy distinta. Mariátegui es un marxista en cierta forma de la primera hora y su marxismo es un marxismo muy abierto. Es un marxismo que por una parte identifica revolución política con revolución cultural y entonces él es un gran entusiasta de todas las vanguardias, de todos los experimentos. Es un marxismo anterior al realismo socialista y a la dirección política de la cultura que viene más bien después. Entonces, es un marxista muy abierto y hubiera sido considerado clarísimamente un heterodoxo. Y con unas heterodoxias, en el campo de la cultura sobre todo, absolutamente inaceptables para lo que fue el marxismo después. Respecto a la visión ya marxista de la realidad peruana, esa segunda lectura me dio una idea de que había un enorme esquematismo y además una falta de información de tipo sociológico, de tipo etnológico, económico. Por otra parte, en la época en que Mariátegui escribió, esa información se desconocía por completo, sólo se completó mucho después. Entonces, sus limitaciones no son nunca dogmáticas, son limitaciones de información, de fuentes, de conocimientos respecto al tema de la realidad peruana.

—Me interesaba que usted hiciera este mismo recorrido de su propia vida de lector sobre otra figura, la de Sartre.

—Sartre fue una persona que tuvo una enorme influencia sobre mí en los años universitarios. Incluso ya cuando estaba en el quinto de media, todavía en el colegio. Mis años universitarios estuvieron realmente marcados por la influencia de Sartre. Lo leí muchísimo. Sus ideas sobre la literatura, sobre todo, me marcaron mucho y creo que fueron muy beneficiosas. Por una parte, me defendieron contra el realismo socialista, porque frente a eso Sartre sí fue muy claro. Por otra parte, me dieron una idea de la literatura que para mí todavía sigue siendo válida, con matices. La idea de que la literatura no puede estar disociada de la vida social, de la problemática que nos rodea, que aunque la literatura debe trascender la realidad, es imposible que no se alimente de la propia actualidad. Y sobre todo una idea que era muy exaltante para un joven en los años 50 y que vivía en el Perú. Es decir, un país que estaba sometido a una dictadura bastante corrompida y brutal como era la dictadura de Odría. Que escribir podía ser una forma de acción. Que, digamos, escribir una novela, un poema, no era nunca un quehacer gratuito, que era una actividad que tenía una incursión siempre en la historia y que por lo tanto, si eso era así, había que asumir el trabajo literario con una gran responsabilidad de tipo cívico, de tipo moral. A mí eso me ayudó muchísimo porque en esa época yo había descubierto, digamos, el problema social, estaba muy exasperado, como fue el caso de toda mi generación, contra la dictadura de Odría. En otras circunstancias te hubieras preguntado para qué escribir en un país donde muy poca gente lee, donde la literatura es como un juego de una minoría insignificante. Sartre para eso era formidable. No, no, escribir tiene sentido, escribir puede ayudar. Las palabras son actos. Yo recuerdo siempre esa frase de ¿Qué es la literatura? Entonces, escribir es una forma de acción y no hay que tener absolutamente ningún reparo porque escribir es la manera de comprometerse, actuar y provocar cambios. Fue una lectura para mí muy estimulante y durante mucho tiempo lo seguí leyendo. Incluso cuando empecé a discrepar con él lo seguí leyendo. Mi gran decepción con Sartre comienza a mediados de los años 60 y creo que comienza con un reportaje que le hicieron en Le Monde. Sartre decía cosas que ahí ya me parecieron absolutamente inaceptables. Yo me acuerdo mucho de algunas de las frases de la entrevista. Decía: frente a un niño que se muere de hambre, La náusea no tiene ninguna validez, no sirve para nada. Todo lo contrario de lo que nos había hecho creer antes. Después decía, creo, que los escritores africanos debían renunciar a la literatura para hacer primero la revolución y crear países donde ya fuera aceptable la literatura, donde la literatura tuviera un sentido, más bien. O sea, todo lo contrario de lo que había escrito en ¿Qué es la literatura? Para esa época yo ya estaba tan comprometido con mi vocación que la idea de que un país como el Perú tenía que esperar primero la revolución para que la literatura fuera aceptable, ya eso me era absolutamente intolerable. Además, me había empezado a distanciar mucho de Sartre con las barbaridades que empezó a decir a partir de cierto momento sobre la Unión Soviética, sobre el comunismo. Ya ahí no podía seguirlo mucho. Es curioso, porque un hombre de esa inteligencia tan enorme podía ser tan absolutamente dogmático respecto a ciertas cosas y fundamentalmente a los comunistas. Ahí ya me fue imposible seguirlo y después me desencanté mucho de él. Ahora, haciendo las sumas y las restas, creo que es un pensador que se ha quedado muy desconectado de la realidad actual, de la vida presente. Se ha quedado muy identificado con un cierto momento de la historia cultural y probablemente no va a quedar mucha huella del pensamiento de Sartre para el futuro inmediato.

—Usted acaba de utilizar una palabra que creo decisiva para trazar este recorrido, en parte también en relación con lo que dijo de Mariátegui, y es la idea del desencanto. ¿Hasta qué punto el desencanto lo define en su propio recorrido respecto de su formación, de sus propias posiciones políticas? Porque uno puede ver ese recorrido como un ajuste contra lo dogmático. Pero también, en este recorrido de la juventud a la madurez, o en el recorrido de aquella efervescencia de los años 50 y 60 al presente, también podría percibirse en ese desencanto una especie de resignación de su parte.

—No, resignación no. Hubo un período para mí muy difícil, de mucha incertidumbre, de muchas dudas. Pero luego yo compensé mucho eso con nuevas lecturas que fueron enormemente enriquecedoras. Yo me acuerdo mucho de cuando leía a Raymond Aron, que lo leía incluso en la época en que yo era muy sartreano. Me acuerdo que compraba una vez por semana el Fígaro, que era un periódico apestado.

—¿Apestado de qué?

—Apestado para la izquierda. Un día por semana aparecían los artículos de Raymond Aron y yo lo compraba ese día. Eran como unos antídotos a las revistas y periódicos que yo leía normalmente, porque era un liberal. Era un demócrata y un liberal, todo lo que la izquierda detestaba. A mí me impresionaba mucho siempre porque te hacía dudar. Las explicaciones que daba Raymond Aron sobre esa fascinación del intelectual por las ideologías cerradas, por las utopías sociales. Comencé a leer a escritores que yo no conocía, no había leído, y que me cambiaron completamente la visión de la historia, de la sociedad, de la democracia. Empezando por Koestler, me acuerdo muchísimo de los ensayos de Koestler. Orwell, que fue importantísimo. Después, una revisión de Camus. Yo lo había leído de joven, con mucho prejuicio, por Sartre. En esa época publiqué un librito que se llama Entre Sartre y Camus, que es un poco la historia de esa evolución. Después comencé a leer a los pensadores liberales que yo no conocía. Isaiah Berlin, por ejemplo, que me causó una enorme impresión. Hasta que llegué a Popper, que creo que es la influencia más grande que he tenido yo después de Sartre.

—Hay en el presente otra clase de desencanto. Yo diría que son años de desencanto respecto al liberalismo en América latina, en la medida en que hace unos años el neoliberalismo en nuestros países produjo, fabricó millones de pobres, con daños sociales que los nuevos gobiernos todavía están reparando.

—¿A qué cosas llama usted neoliberalismo?

—Las políticas implementadas fundamentalmente respecto de la función social del Estado y del mercado en los años noventa.

—Eso no es el liberalismo para mí. Esas son políticas en muchos casos mercantilistas, eran políticas que venían puestas en prácticas por dictaduras militares. Eso no tiene nada que ver con el liberalismo. El principio básico del liberalismo es crear libertades indivisibles, una sola. Si hay libertad económica, tiene que haber libertad política. De tal manera que en América latina políticas liberales son las políticas que hay en Chile, por ejemplo, donde hay una política de mercado por una parte y por otra parte una democracia política donde esas políticas económicas se modulan y están constantemente sometidas a las urgencias de una sociedad. Eso es el liberalismo. Pero que venga un gobierno militar y abra políticas de mercado como en China hoy en día no creo que sea liberalismo, no tiene nada que ver con el liberalismo.

—Quería especificarle que me referí a los años noventa porque, efectivamente, todos sabemos que en los años de las dictaduras militares es clarísima la disociación entre las condiciones de libertad política y el liberalismo meramente económico. Yo pensaba en los años noventa justamente para apartarnos de esas disociaciones, porque en los años noventa sí se trataba de gobiernos democráticos.

—¿Pero cuáles, por ejemplo?

—Si tengo que hablar del caso argentino, dado que estamos en la Argentina…

—No Menem.

—¿Por qué no?

—Porque Menem vino acompañado de una corrupción espantosa, terrible. Es decir, una falta de fiscalización política supuestamente de apertura. Tampoco se puede llamar a eso liberalismo. Esas son caricaturas, deformaciones, como hay caricaturas de todas las doctrinas habidas y por haber, si se aplican mal y si se aplican en contextos completamente diferentes que las niegan. Liberalismo en Chile, eso es verdad. Hay políticas de mercado abiertas, gran estímulo a la inversión extranjera, apertura de la economía nacional al mundo, integración de los mercados locales a los internacionales. Todo eso dentro de un contexto de libertad política, de convivencia en la diversidad de partidos e ideas, a través de unos consensos que les dan a esa política una solidez, estabilidad y continuidad. Ese es el tipo de liberalismo que merece ese nombre; lo otro, en absoluto. Muchas veces se utiliza la palabra liberalismo como una especie de exorcismo para, digamos, no definir sino desnaturalizar el concepto del liberalismo por el inmenso prejuicio que hay contra las doctrinas liberales. El liberalismo es fundamentalmente democracia política y políticas de mercado, o sea, una idea de la libertad comprensiva, amplia, que abarca las distintas actividades sociales, culturales, políticas en una sociedad. Entonces, ése es el liberalismo en el que yo me siento representado.

Fuente: Perfil.com

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