Papel de la inteligencia en José Carlos Mariátegui


Winston Orrillo * / Mariátegui
14/09/13

“A la revolución, los artistas y los técnicos le son tanto más 
útiles, cuanto más artistas y técnicos se mantienen”.
JCM

Fiel a su cuna pobre, Mariátegui cumple el deber de maestro, de “Amauta” de la clase obrera peruana, a la que dicta lecciones magistrales en la Universidad Popular “González Prada”, informa mediante su periódico “Labor”, y ayuda a culturizarse con la creación de la “Oficina de Autoeducación Obrera”.

Mariátegui, sin dejar de ser el intelectual de nota reconocido mundialmente, es también, indiscutiblemente, el que cumple el deber de organizar al proletariado peruano, al que agrupa en su Primera Central Sindical Clasista, la CGTP, y cuya vanguardia más esclarecida incorpora en la fundación del Partido de la Clase Obrera, el Partido Socialista Peruano, afiliado a la III Internacional, con ideología marxista-leninista, y que luego será el PCP.

Es decir, en su radiosa época de madurez, hay que expresarlo categóricamente, nunca se da  en nuestro autor–y aquí está el deber que nos señala-, la visión de lo literario alejada del contexto social en el que nace. Nunca hay, en él, una consideración meramente esteticista de la literatura.

En lo mejor del Amauta, nos indica el deber de la imposibilidad de separar al político del artista; es más, podríamos decir que la grandeza de su acción política se sustenta en el poderoso sentido vital, creador, que su amor incoercible al arte le infundía. Mariátegui, emplea al arte –claro que con sus medios específicos: véase el epígrafe- como un arma decisiva en la misión más alta de su existencia: que era la de servir a su pueblo para liberarlo y fundar un hombre nuevo.

Sin ser un escritor “profesional” en el estrecho y limitativo sentido que al término han dado autores como Vargas Llosa; y sin espurios estudios en las apócrifas instituciones culturales de su tiempo, quizá por eso mismo, el autor de “El artista y la época”  cumple y nos señala el deber de abarcar más ampliamente la ancha, rica y convulsa urdimbre de su época. En ese sentido, resulta paradójico que JCM devenga, según Adalbert Dessau, en el “fundador de la ciencia y la crítica literarias marxista en América Latina”.

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En este sentido, la obra de Mariátegui nos marca el rumbo, a los intelectuales y artistas, de seguir persiguiendo el paradigma del hombre nuevo, del nuevo escritor que, en nuestras dolorosas repúblicas de América (Martí dixit), rescatan una rica tradición de autores que, en el presente y en el pasado, han hecho en América, y en el llamado Tercer Mundo, obra literaria vinculada cardinalmente a las luchas de sus pueblos, a sus impostergables tareas políticas. Bastaría, en el pasado, citar los nombres de Lizardi, Belllo, Echevarría, Mármol., Melgar, Cristo Botev y Petofi; y, en el presente, los de Neruda, Ho Chi Minh, Mao, Heraud, Leonel Rugama, Francisco Urondo, Nicolás Guillén o Agostinho Neto.

El poeta, el artista –el intelectual como se le llama hoy- para Martí y Mariátegui, deben enfrentarse a su época, responder a sus retos, y, caminando del brazo con el pueblo –que es su más genuino venero- ascender a la más alta categoría humana, que es la del revolucionario. Por ello, su obra será un poderoso acicate, un activo agente de transformación social; y la poesía y la literatura que produzcan, no se limitarán a reflejar o interpretar la realidad, sino que aspirará a cambiarla.

Por eso, para JCM, la gran obra es la que parte del pueblo y vuelve hacia él, tal como lo formulara su admirado César Vallejo: “Todo acto o voz genial viene del pueblo, y va hacia él”. 

La literatura, la creación en sí, deberán ser como  elementos inmejorables para la acción, para la praxis transformadora de la sociedad.

Deberes de los artistas e intelectuales son, para nuestro Mariátegui, “participar activamente en la lucha de sus pueblos”, lo que se resume en ese conocido pensamiento de nuestro autor: “Abandonar a los humildes, a los pobres, en su batalla contra la iniquidad, es una deserción cobarde”.

Todo lo anterior dentro de un respeto profundo y una amplia y generosa comprensión de los fueros específicos del arte y la literatura. Bastaría citar el particular aprecio de José Carlos por las obras de Martín Adán y José María Eguren, para confirmar lo que hemos expresado..

El arte nuevo, el arte revolucionario nacerán de la nueva sociedad en formación, y a la cual, al mismo tiempo, este arte está ayudando a formar. Para Mariátegui el arte literario nuevo “será producido por hombres de una nueva especie” y representará “un síntoma de la plenitud del orden social”. 

Hacer la revolución, de este modo, deviene en el deber superior que conducirá, como requisito sine qua non, para el surgimiento de una literatura y un arte nuevos. Literatura y revolución, conceptos que se imbrican y se correlacionan dialécticamente.

De la destrucción revolucionaria del viejo orden, nacerá una sociedad y un hombre nuevos que producirán la literatura y el arte que, dentro de todos los otros elementos de la cultura humana, serán factores decisivos para que se consolide la vida realmente colectiva, realmente socialista.

Por eso vale la pena releer esta cita en la explica al llamado “colonialismo supérstite” en las letras nacionales:

“La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substratum económico y político. En un país dominado por los descendientes de los encomenderos y los oidores del Virreinato, nada era más natural, por consiguiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la casta feudal reposaba, en parte, sobre el prestigio del Virreinato. Los mediocres literatos de una república que se sentía heredera de la conquista, no podían hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo de los blasones coloniales.” (7 Ensayos).

De allí las características de esa literatura colonial:

“La flaqueza, la anemia de nuestra literatura colonial y colonialista, provienen de su falta de raíces. El arte tiene necesidad de alimentarse de la savia de una tradición, de una historia y de un pueblo. Y en el Perú la literatura no ha brotado de la tradición, de la historia del pueblo indígena. Nació de una importación de la literatura española; se nutrió luego de la imitación de la misma literatura: un enfermo cordón umbilical la ha mantenido unida a la metrópoli”. 

Por eso los pocos que se salvan y apuntan al presente los “los que de algún modo tradujeron al pueblo”. Melgar por ejemplo.

Según el ya citado A. Dessau, Mariátegui “era vital para el movimiento revolucionario, hacerles comprender (a los intelectuales) la problemática total del proceso revolucionario en el Perú. Y por eso su insistencia en el deber del intelectual con la política, en la política.. En  consecuencia, los trabajos de Mariátegui, incluso los que versan sobre literatura sirven para forjar la unidad de las fuerzas revolucionaria de extracción heterogénea, así como para atraer a los intelectuales al movimiento socialista”.

Por eso, definitivamente, el papel, el deber que José Carlos señala para la inteligencia, es la de ser revolucionaria. Y todo el resto es…literatura. Leamos, de este modo, como lo esclarece:

“Tras de una aparente repugnancia estética de la política, se disimula y esconde, a veces, un vulgar sentimiento conservador. Al escritor y al artista no les gusta confesarse abierta y explícitamente reaccionarios. Existe siempre cierto pudor intelectual para solidarizarse con lo viejo y lo caduco. Pero, realmente, los intelectuales no son menos dóciles ni accesibles a los prejuicios y a los intereses conservadores que los hombres comunes.”

Pero hay más, y todavía en un tono más acerbo e iónico, y al que le caiga el guante, que se lo chante…

“El reaccionarismo de un intelectual, en una palabra, nace de los mismos móviles y raíces que el reaccionarismo de un tendero. El lenguaje es diferente, pero el mecanismo de la actitud es idéntico”.

Y, aprovechando el ingreso del querido Miguel de Unanmuno a la liza política, nos indica un paradigma que, por cierto, no ha perdido un ápice de vigencia:

“La inteligencia y el sentimiento no pueden ser apolíticos. No pueden serlo sobre todo en una época principalmente política. La gran emoción contemporánea es la emoción revolucionaria. ¿Cómo puede, entonces, un artista, un pensador, ser insensible a ella? ¡Pobres almas ramplonas, impotentes, femeninas, aquellas que se duelen de que don Miguel de Unamuno haya abandonado la solemne austeridad de su cátedra de Salamanca para intervenir, batalladora y gallardamente, en la política de su pueblo! Nunca la personalidad de Unamuno ha sido tan admirable, tan mundial, tan contemporánea y tan fecunda”. 

Y terminamos con España, cuando, igualmente, releva el papel que cumple Jiménez de Asúa, otro paradigma del tema de nuestro ensayo sobre el deber de la inteligencia:

“Pero Jiménez de Asúa, como don Miguel de Unamuno…pertenece a un tipo de intelectuales que no entienden los deberes de la inteligencia restringidos a un plano profesional, sino extendidos a la defensa de todos los valores de la civilización que no se reducen ciertamente, a la  ciencia, la cátedra y el arte.”

Finalmente, concluimos en que el deber máximo que nos señala nuestro Amauta es el de ser fieles a nuestra época, a sus anfractuosidades, a sus vicisitudes:

“Ningún gran artista ha sido extraño a las emociones de su época. Dante, Shakespeare, Goethe, Dostoiewsky, Tolstoi y todos los artistas de análoga jerarquía ignoraron la torre de marfil. No se conformaron con recitar un lánguido soliloquio. Quisieron y supieron ser grandes protagonistas de la historia”.

Por eso la especie del apoliticismo, difundida y auspiciada por la burguesía y el capitalismo de todo jaez, es dinamitada con estas palabras irrefutables de nuestro Amauta:

“El grande artista no fue nunca apolítico. No fue apolítico el Dante. No lo fue Byron. No lo fue Víctor Hugo. No lo es B. Shaw. No lo es Anatole France. No lo es R. Rolland. No lo es G. Dannunzio. No lo es M. Gorki, El artista que no siente las agitaciones, las inquietudes, las ansias de su pueblo y de su época, es un artista de sensibilidad mediocre, de comprensión anémica”.

Por eso, el quid está en el deber de la participación política del intelectual, máxime en estos tiempos grávidos; claro que pretextos para la política de avestruz no faltan. Veamos la respuesta:

“La política les parece (a los intelectuales) una actividad de burócratas y de rábulas. Olvidan que así es tal vez en los periodos críticos de la historia, pero no en los periodos revolucionarios, agitados, grávidos, en que se gesta un nuevo estado social, una nueva forma política. En estos periodos, la política deje de ser un oficio de una rutinaria casta profesional. En estos periodos, la política rebasa los niveles vulgares y domina todos los ámbitos de la vida de la humanidad”.


* Winston Orrillo, periodista, escritor, poeta y doctor en Letras. Profesor principal de la facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) de Lima. Integrante de la Red de Artistas e Intelectuales en Defensa de la Humanidad. 

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