Perú. Teresa Ruiz Rosas: una novelista excelente

Winston Orrillo / Mariátegui
21/01/13

Quizá sea por su larga estancia en el extranjero, o por la escasa difusión de su obra –ya que no pertenece, hasta donde sé- a la claque literaria realmente ad usum, confieso mi crasa ignorancia acerca de la formidable tesitura creativa de Teresa Ruiz Rosas (Arequipa, 1956) narradora y traductora literaria, residente en Colonia, Alemania, y con estancias prolongadas en Budapest, Barcelona y Friburgo de Brisgovia.

Acostumbrada a participar en certámenes internacionales de narrativa, fue finalista del Premio Herralde de Novela, 1994 –de Editorial Anagrama- y del Premio Tigre Juan de Oviedo, destinado a primeras novelas, con El copista (Barcelona, 1995), para la que obtuvo significativas críticas nada menos que de Ignacio Echevarría en El País; o en el ABC y el Diario Vasco de España, entre muchos otros, y una calificación como “magnífica novela”, por el querido Toño Cisneros, en El Dominical, igual que en la prensa literaria alemana, suiza y austriaca. 

Detrás de la calle Toledo (Lima, 2004), relato antologado en varias lenguas, obtuvo el Premio Juan Rulfo 1999, del Instituto Cervantes de París y Radio Francia Internacional. En edición bilingüe, su libro El retrato te ha deslumbrado, recopila su obra cuentística desde 1989. La falaz posteridad, su segunda novela, tiene una versión original alemana elogiada por el gran periodista Günter Wallraff. Su tercera, La mujer cambiada (Lima, 2008) se desenvuelve, a decir del magnífico escritor español Enrique Vila-Matas, “con una originalidad en la trama y una sobriedad en el tratamiento de la situación dramática más afinadas que nunca” en donde “brilla su talento excepcional”.

Sus libros han aparecido también en Zúrich y Ámsterdam, en Bonn y Weilerswist, pero ella, igualmente, ha traducido, para editoras españolas, libros de grandes autores de lengua alemana como W.G. Sebald, Franz Werfel y Botho Strauss, entre varios otros, y del inglés a Nicholas Shakespeare, del húngaro a Milán Füst, y, del luxemburgués, a Roger Manderscheid.

Todo lo anterior, nos parece, es un buen prolegómeno para el ingreso a una novela mayor en su propia obra, y en la literatura peruana y latinoamericana: Nada que declarar, Mención Honrosa en la III Bienal de Novela, “Premio COPÉ 2011”.

Nada que declarar, 512 páginas, nos hace ingresar a un mundo en el que destaca su denodada denuncia del tráfico de seres humanos, a partir de la historia de Diana Postigo, una humilde mulata del Rímac, llevada por un caficho, integrante de alguna de las tantas mafias internacionales de tratantes, a Alemania, y obligada a ejercer el meretricio en un edificio de 100 cubículos, en el que se exhibía un caleidoscopio de mujeres latinas y europeas del Este (rusas, entre otras). 

Pero ésta es, apenas, una de las historias –pues la obra desarrolla, concomitantemente, otras: la de la propia Silvia Olazábal Ligur, su alter ego, traductora y escritora en ciernes, que es la que, fortuitamente, conoce a la mulata rimense, rebautizada como Dianette, la ayuda a salir del país –mediante un salvoconducto- y decide contar su paradigmática y a la vez insólita historia, que es una de las que vertebra su novela.

Todo esto con un manejo, admirable y sápido, del lenguaje coloquial que la autora no ha perdido, a pesar de que, por largos años, no reside entre nosotros.

Hija del gran poeta limeño que se afincó en Arequipa, José Ruiz Rosas, Teresa es miembro de una familia esteta por antonomasia –su hermano es un destacado poeta- y esta novela nos emociona, asimismo, por las numerosas reminiscencias arequipeñas –nunca deja de serlo ella- y de la que fuera entrañable librería familiar, y de figuras como las del narrador –prematurmente desaparecido- Edmundo de los Ríos, y de algunos otros personajes excepcionales, como “El Hombre de los Libros Rojos”, cuya obra sui generis nos adentra en el mundo de la transición de la Alemania dividida a la actual, y la influencia de las lecturas contestatarias, promovidas por este editor increíble y clandestino. 

Pero, en medio de todas, destaca la historia de Silvia Olazábal Ligur, plena de sensibilidad y sensualidad estéticas, que deviene, simplemente, en fascinante: su manejo narrativo y poético del que hace gala, para conducirnos a sus periplos de alcoba, que la llevaron hasta nada menos que Marruecos donde, por poco, se ve envuelta en el tráfico de drogas –allá le llaman “chocolate” al hachís- que era el modus operandi de su entonces joven amante, quien la llevó a su país, con pretextos “turísticos”, pero, quizás, para convertirla en “burrier”, de lo cual se salvó por un pelo.


“Nada que declarar” (de aquí proviene el título de la obra) es la frase que se usa en los aeropuertos cuando uno no lleva nada que pueda hacerle pagar impuestos: símbolo, pues, de la plena “inocencia”, lo que es antitético con lo que se cuenta en esta narración, cuyo interés nunca decae, y es, más bien, creciente, con el uso de una muy bien dosificada carga de ironía, que la narradora posee y de la que hace gala en más de una oportunidad.

Plena de imágenes poéticas, analogías y frases profundas, como que algunas provienen de autores que Teresa cita generosamente, la novela, como repetimos, desenvuelve un humor a veces “negro”, suerte de anticlímax a situaciones ciertamente exasperantes. 

Lo que demuestra que la autora se encuentra en su mejor momento creativo, y que, a partir de esta obra, ya todo lo suyo, debe, obligatoriamente, ingresar al recinto de las obras relevantes de la literatura en nuestra lengua.

Por lo pronto, en este instante, y no temo equivocarme, la suya es, en el Perú, la mejor obra narrativa escrita por una mujer; pues, en cuanto a la poesía, muchas son las voces que se disputan este calificativo.

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