Desde que la humanidad se dividió en clases sociales surgieron los pobres y los ricos, los explotados y los explotadores, los oprimidos y los opresores, los pendejos y los vivos.
Jaime Galarza Zavala
Mariategui
12/06/15
Los primeros, los pobres, fueron en todas partes en número infinitamente superior a los segundos, que, siendo ridícula minoría, siempre les sacaron el aire y les hicieron llorar a mares, por lo que los océanos se volvieron salados. Esto lo consiguieron a través de un aparato infernal que fue creado al efecto: el Estado, al que le dieron poder a través de ejércitos, policías, tribunales de justicia, cuerpos legislativos, medios religiosos y culturales.
En lo que es el Ecuador actual, rota la Colonia española, la división de clases se volvió violenta desde Juan José Flores para adelante. Los ricos se apoderaron de tierras, minas, agua y caminos. De todo. Los pobres de la ciudad y del campo fueron el burro de carga llevando en sus lomos los sacos de oro hasta los bancos, a fuerza de latigazos. Los esfuerzos de Alfaro por cambiar la suerte de los pobres terminaron en la Hoguera Bárbara de El Ejido.
La gran riqueza creada por los pobres se concentró en las ciudades, dándose casos de ricos que aún esperan su propio Gabo. En Quito, por ejemplo, un gran terrateniente, el señor Barba, tenía un caserón donde guardaba en sacas su fortuna y era tan tacaño que, por no gastar en perro, se colocaba él por las noches detrás de la puerta y ladraba horriblemente para ahuyentar a los ladrones.
En Guayaquil, un oligarca con ínfulas de pedagogo subió un día a su pequeño hijo sobre un enorme armario y le ordenó: -Lánzate desde allí a mis brazos. El niño se lanzó, el padre se hizo a un lado y el pequeño se dio tremendo suelazo. El potentado le advirtió entonces: - Esto es para que desconfíes hasta de tu padre al cuidar tu herencia.
En El Oro, el ‘Pobrecito Encalada’, que vestía como pordiosero, pero era propietario de millares de reses y grandes bananeras, acostumbraba llegar de improviso a los míseros galpones de sus peones, y si les encontraba comiendo carne, les despedía de inmediato, pues -según él- la carne debía ser de reses suyas robadas por los peones.
En Cuenca, la descomunal doña Florencia, que nunca conoció el confín de sus haciendas de Cañar, se hacía cargar en andas de oro por sus hambrientos huasipungueros cada vez que se aburría de la ciudad y visitaba sus feudos, todos los cuales donó a Nuestra Santa Madre Iglesia. No les dejó ni un metro de tierra a sus peones.
En Loja, en pleno siglo XX, un tal Burneo, poderoso hacendado, hizo marcar el culo de siervos suyos con el mismo hierro candente con el que marcaba el culo de sus bestias.
Ahora esa clase de ricos, prolongados en sus descendientes, están llorando, porque los ricos también lloran. Hoy lloran los alvaritos, los ñaños Isaías, los nobles Aspiazu, los Febres y otras hierbas venenosas. Lloran porque papá Estado quiere quitarles un poco de la tierra que tienen en sus uñas largas.
Lloran porque el gobierno infame les quiere ajustar cuentas a los que se enriquecieron con la plata del petróleo, la deuda externa, saqueando al fisco, burlando a las aduanas, asaltando a los municipios, a la defensa nacional, a la seguridad social, al poder legislativo. Claro que estos vivos dicen derramar sus lágrimas por la desdichada clase media, por los pobres del montón. ¡Hipócritas, farsantes! Si Cristo fuera ecuatoriano, vendría aquí y les echaría a latigazos del templo de la patria.
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