Perú. Edgardo Tello, "Cúyac", inmortal poeta guerrillero




Winston Orrillo
Mariátegui
13/12/16

17 de diciembre de 1965, tres en punto de la tarde. Una ráfaga de metralleta siega la vida de Edgardo Tello Loayza. Las montañas del Tincoj, sobre el río Apurímac, acogen su cadáver insepulto y la lluvia lava, persistente, la sangre derramada. Ha caído de bruces, en plena acción. A nosotros nos consta su cuerpo atravesado por las balas, registrado apresuradamente por los asesinos y abandonado después en plena selva”.
      Héctor Béjar

Pensando/ en mi pueblo, en ti,/ en los días que nos quita el enemigo,/ marcharé/ a combatir/ por el pan,/ el amor y la alegría”.
Edgardo Tello



(A Cecilia Heraud)

Ha sido un regalo de cumpleaños de la inefable Rosina Valcárcel: la inhallable obra,  Las puertas de la esperanza (lanzamiento original. 1970; Edición facsímil limitada, Lima, 2013), , breve colección del poeta y consecuente guerrillero, Edgardo Tello, muerto hace cincuenta y un años en pleno combate. La valiosa aparición fue debida al grupo literario CIRLE, Universidad y Realidad Nacional, del Centro de Estudiantes de Medicina, de la UNMSM, con la colaboración de Gabriel Granda, Augusto Tamayo Pinto y Tito Fernández, para la colección “Tío Ho”, edición preparada y revisada por el poeta Hildebrando Pérez, Premio Casa de las Américas, y uno de los más constantes adalides de la entrañable consubstanciación entre poesía y combate por el hombre, por la justicia, por el cambio social.

Héctor Béjar, comandante del ELN, hoy conspicuo profesor universitario sanmarquino  de postgrado y permanente defensor de los derechos humanos, hace la presentación del escueto volumen, y la ajustada –diáfana- semblanza del lirida combatiente. Y, además, nos revela el origen de su seudónimo de combate, “Cúyac”.

Los compañeros que cayeron en la jornada sangrienta de 1965, no fueron gigantes, ni siquiera seres alucinados. Fueron jóvenes sencillos, ansiosos de luchar y morir por una Revolución sin conciliación y sin dobleces.//Así fue Edgardo. Cuando todos escogimos un seudónimo de combate, él eligió `Cúyac¨, el que ama en quechua. Su vocación era amar y escribir poemas”.

Y eso lo aprehendemos en los breves textos que, trémulamente, hoy tenemos entre las manos, en los entresijos, con un estremecimiento que es el que deviene congruente con el hallarnos ante la grandeza de lo heroico, de lo paradigmático.

A la hora de citar, viene el conflicto, pues, en su ascetismo, el poemario tiene verdaderas preseas, como aquella de la despedida de la mujer amada que, inevitablemente, nos remite a similar situación en nada menos que La Iliada, cuando Héctor marcha al combate contra Aquiles (y del que sabe que no volverá vivo). 

Pero dejemos –en los anaqueles borgianos- al griego y vayamos al peruano: no hay Aquiles, pero sí un Estado explotador, una situación de injusticia, que él, con su acción –y la de sus camaradas- busca remediar:

De las raíces del alma/ brotó/ una sonrisa muerta./ Solo dijo: Adiós, amor./ Te vas pero mi corazón/ permanecerá/ contigo eternamente./ Hazlo bien por todos/ iré tal vez, nos buscaremos.//Se abrió el camino/ en medio/ de la noche desmayada.// Y desde entonces/ iban sus manos/ a quedarse huérfanas.” 

Es la guerra popular, el combate: el poeta comprometido con su pueblo, lo sabe: nadie lo está ni sorprendiendo ni engañando: he allí su grandeza impertérrita, su condición inmortal:

Ah, si pudiera/ digo,/ si yo pudiera/ hacerte llegar mi voz/y besar/ contigo esta alegría/ que se eleva entre cristales/ como canto/ al fondo del camino.//Esta/ alegría que se ve/ aun por encima de la pólvora:// tus ojos, rojos, llorarían.”

Es difícil el escogimiento, porque en su condición apretada, el poemario dice mucho para abrirse camino en una creación visceralmente insertada en las luchas populares.

El que no se haya difundido suficientemente esto, es culpa de todos (se incluye el cronista)  y, por supuesto, del apócrifo estigma de que, hablar o escribir sobre lo que ahora traemos a colación, es hacer “apología del terrorismo”, cuando los nada estultos del Establishment confunden, pretenden confundir –no inocentemente- las luchas populares, las de los guerrilleros (Fidel, el Che, los Ortegas, Pepe Mujica, Camilo Torres, Polay, Néstor Cerpa, Rincón, el actual vicepresidente de Bolivia) con el terrorismo que realmente existe, ¡cómo no!

Además, es más cómodo mirar para otro lado, y que los poetas y poetisos (los de acá, ee.uu. y/o París), incluso los que alguna vez estuvieron cerca o vinculados a la insurrección, hagan renuncias públicas, digan y/o se digan: “conmigo no es”; pidan perdón, o denuncien periodísticamente –es decir se denuncien a ellos mismos-de sus antiguas propincuidades. Con ello ganarán espacios en la prensa-basura (hay por allí algunos, muertos o vivos) y los espacios del terrorismo mediático  (Comandante Hugo Chávez, dixit) los convertirán en sus “favoritos”, en sus instrumentos de espurio solaz.

Pero allí está la poesía, el testimonio de lo que Vallejo llamaría los “hombres humanos”.
Poesía escrita en el fragor de una lucha, que aún no concluye, pero que, leída ahora, nos permite, saber que el combate está presente:

Como a cualquier jornada/ también marcharon por el país.// Despidiendo a su mujer/ con la sonrisa diaria/ dejaron el hogar/ sabiendo que los hijos/ iban a quedar al viento.// Sin embargo/ marcharon contentos/ cambiando la suave carne de mujer/ por el duro fierro que dispara.//Entre ellos voy,// entre estos hombres me he perdido.”

Si esto no es poesía, y de la mejor, ¿cómo llamarla?

Como en todo gran poeta (“me moriré en París con aguacero”, Vallejo. “Yo no me río de la muerte. Sucede que no tengo miedo de morir entre pájaros y árboles: Heraud), en nuestro vate actual, la premonición asoma: leámosla para concluir:

“(Alguno ha caído/ cruzado por las balas:/ era un poeta.// Al primer llamado salió de su casa/ para escribir con su sangre/ el amor/ que defendió en sus versos.// Herido en el pecho, / la noche más oscura/ le abrió los brazos.// Posarán palomas,/ eternamente,/ al lado de su sangre).”

¿Queréis más?

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