Perú: La Ley de Arresto Ciudadano


Gustavo Espinoza M.* / Mariátegui
13/07/09


A partir del 1 de julio de este año entró en vigencia en nuestro país la Ley 29372, promulgada por el Presidente García en los primeros días del mes pasado.

La disposición modifica los artículos 259 y 260 del Código Procesal Penal, facultando a los ciudadanos a intervenir y detener directamente, y en caso de flagrante delito, a cualquier persona con cargo a colocarla a disposición de la autoridad policial correspondiente.

La medida, propuesta por el Poder Ejecutivo, y aprobada sin mayor dilación por la mayoría parlamentaria, se sustentó en el hecho que, en los últimos años se ha registrado un significativo incremento de la ola delictiva en el país, generando un clima de temor, y peligroso descontrol social.

Es claro, sin embargo, que la disposición constituye una medida de orden administrativo, que se orienta a castigar las consecuencias de un fenómeno socialmente peligroso, pero que no encara las causas del mismo. Tampoco, deslinda responsabilidades ni aborda el escenario nacional que ha hecho posible el incremento de la delincuencia en el Perú.

Si se causas se hablara, podríamos referirnos a la crisis social generada por una política que perpetúa la miseria en amplios segmentos de la sociedad y que lanza a la desocupación y el desempleo a millones, y que no abre las puertas del trabajo a decenas que miles de peruanos que se incorporan a la vida social anualmente.

Y también, por cierto, al clima de desmoralización generada en el país sobre todo a partir de los años del fujimorismo, pero ampliada en nuestros días con la participación activa de altos funcionarios del Estado y sus allegados que, descubiertos en “flagrante delito” gozan, sin embargo, de la más completa impunidad.

La disposición que comentamos resulta inconducente desde el punto práctico si lo que busca es comprometer al hombre de la calle en el combate a la delincuencia.

Por lo general, cuando ocurre un fenómeno delictivo, las personas buscan ponerse a buen recaudo, y eludir el contacto con el delincuente. No enfrentarse a él por la simple razón de que, en lo fundamental, no se encuentran físicamente preparados para hacerlo.

Ocurre con frecuencia que un delincuente porta armas cuando ejecuta una acción. Y el ciudadano de la calle, no las posee. Enfrentarse en condiciones de desigualdad, entonces, abre la perspectiva a una victimización estéril e inconducente.

Cuando se trata de un caso que la jurisprudencia considera de “menor cuantía”, el delincuente -en el caso, retenido por un ciudadano de la calle- será puesto a disposición de la autoridad policial, conducido a un retén ordinario y probablemente liberado a las pocas horas.

Saldrá, entonces, a buscar a quien lo capturó, enrostrarle su acción, burlarse de él o aún castigarlo. ¿Y qué ha previsto el Estado para defender al ciudadano que asuma la ley y corra el riesgo de verse comprometido en ese extremo? Ciertamente que nada.

Es frecuente, además, que una persona capturada por la comisión de un delito menor, sea puesta a disposición del Ministerio Público y luego del Poder Judicial, entidad en la cual un Juez determinará su encarcelamiento o dispondrá su libertad.

La persona así intervenida podrá ser liberada en cualquiera de los momentos del procedimiento que le fuera incoado. Podrá, sin efecto, salir del puesto policial, o de la Fiscalía, o del Juzgado en el que recayó su caso, sin ser conducido a un centro penitenciario. ¿Qué ocurrirá, entonces, y qué actitud tendrá ante quien lo intervino y le hizo pasar tal vía crucis acusándolo de un “delito flagrante” que pudo, incluso, no haber existido?

Pero hay un elemento adicional. Todos sabemos que en nuestro país los niveles de corrupción se han extendido peligrosamente corroyendo incluso a las instituciones encargadas de combatir el crimen organizado. Ya en el anterior gobierno de García -entre 1985 y 1990- el semanario francés L’Point aseguraba que en el Perú la policía era “la banda delictiva mejor organizada”. Esa lamentable realidad, no solamente que no ha cambiado, sino que se ha agravado peligrosamente.

Ocurre con extrema frecuencia, en efecto, que los delincuentes que operan en la calle, lo hacen en colusión con la policía. Incluso, que son, ellos mismos, policías que se escudan en su uniforme y en su autoridad formal, para cometer delitos. ¿Qué garantía le confiere la ley al “ciudadano de pie” para enfrentarse a esa realidad y capturar, por ejemplo, a su delincuente de esa naturaleza? Ninguna.

Podrá ocurrir, en efecto, que cualquier persona que tuvo la ocurrencia de poner en acción el “arresto ciudadano” sea finalmente víctima de una represalia policial por haber accionado en contra de un delincuente protegido, o de un miembro descarriado de la honorable institución. ¿Quién lo salvará?

Pero el tema aún resulta más complicado: si se faculta a determinadas personas civiles a intervenir y capturar a otras, puede razonablemente ocurrir que las primeras “se organicen” para enfrentar a las segundas. Surgirán, así, grupos de personas que actuarán contra otras, abriendo el paso a una confrontación que todos sabemos cómo y cuándo comienza, pero que nadie sabe cuándo, ni cómo, termina.

Si el fenómeno se extiende al plano político, el fácil suponer que un grupo partidista organizado podría intervenir a personas a las que acuse de cualquier delito para reducirlas y castigarlas.

El APRA, un partido organizado que posee -como lo ha reconocido siempre- “Comandos de Acción” para operar en tareas definidas, podría valerse de ellos para capturar en la calle a cualquier ciudadano que estuviera -por ejemplo- “alterando el orden público”, es decir, cometiendo un “delito” de naturaleza social.

Esto resulta particularmente preocupante en el escenario actual. No olvidemos que solo hace algunas semanas, en un publicitado artículo publicado en el diario “Expreso” bajo el titulo de “A la fe de la inmensa mayoría…” el Presidente García habló de la necesidad de alentar la existencia de “grupos de acción” que operen en la defensa del “modelo” que él alienta. Extremadamente preocupante el hecho, por cierto.

El correlato existente entre las expresiones presidenciales y los hechos que se suceden, es particularmente preocupante en el país. No olvidemos que en el pasado reciente, el Jefe del Estado publicó artículos en el diario “El Comercio” -bajo el título de “El perro del hortelano”- que una buena parte de la oposición juzgó incoloros, inodoros e insípidos.

Poco después, ellos dieron lugar a los siniestros Decretos Legislativos de la Amazonía que dispusieron la lotización de toda la región y su entrega a los consorcios foráneos. Las disposiciones, dictadas sin ninguna consulta y en grave afectación a los derechos de las poblaciones, derivaron luego en la crisis más violenta, y sangrienta, de los últimos años.

En la circunstancia actual, ¿por qué no suponer que la iniciativa de formar grupos de acción” pueda luego dar lugar al surgimiento efectivo de núcleos organizados que operen en la calle al servicio del oficialismo?

En otros tiempos, y en otras latitudes, esos grupos existieron. Fueron los “Fasci Di Combatimento” que afloraron en la Italia fascista de los años 20 del siglo pasado.

Claro que hay diferencias notables entre esa época y la actual. Pero la soberbia del Presidente García, sus ideas desquiciadas, su amoralidad concreta, su anticomunismo enfermizo, su odio a los trabajadores y su mandíbula alzada, se parecen asombrosamente a las gesticulaciones -y actos- de don Benito Mussolini ¿será esa una casualidad?

* Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera.
http://www.nuestra-bandera.com

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