Perú: La dictadura: una tarántula en la almohada


Foto: Indígena en la ciudad del Cusco celebra triunfo de Gana Perú sobre el fujimorismo

Eduardo González Viaña / Mariátegui
10/06/11


A César Lévano, director del diario “La Primera”, le enviaron dos coronas de muerto en plena campaña electoral. A los familiares del premio Nobel, Mario Vargas Llosa, los trataron de intimidar de las formas más abusivas y cobardes.

Al presidente de la Corte Suprema, César San Martín, se le amenazó con un futuro juzgamiento. A quienes desde lejos de la patria trabajábamos en la campaña contra la dictadura se nos advirtió que, durante el nuevo gobierno de los Fujimori, seríamos condenados como traidores o se nos impediría la entrada en el país.

En muchos, esa campaña tuvo éxito. Cuando redacté la primera carta de apoyo al candidato nacionalista, tuve la mala idea de enviarla a un colectivo de intelectuales en Nueva York. A vuelta de correo electrónico, los mismos me hicieron llegar una propuesta de redacción diferente. La carta de ellos estaba dirigida al candidato Ollanta al cual se le hacían mil conminaciones a cambio de los votos. Comprendí que el miedo los hacía actuar de esa manera, y no insistí.

Los peruanos de fuera vivíamos, a través del Internet, la tragedia del Perú y las vicisitudes de la lucha por la democracia. Muy pronto entendimos que el poder de manipulación de una tiranía dura mucho más allá del momento en que el dictador carga un centenar de maletas, toma el avión y renuncia por fax.

La dictadura deja un fantasma que no se va a alejar de nuestra casa hasta que por una decisión valiente lo exorcicemos. En el caso del Perú, esa sombra nos ha perseguido durante una década. Es normal. Su recuerdo trae tras de sí miles de muertos, desaparecidos, juicios anómalos, torturas, persecuciones y hasta extorsiones por parte del control tributario. Es como una tarántula en la almohada

Si un veinte por ciento de electores votó por el fujimorismo en los primeros comicios, el veintitantos por ciento que acompañó después a la candidata lo hizo impulsado por una serie de infundados espantos que los propagandistas de la mafia supieron inocularle.

A los peruanos mayores, se les dijo que la jubilación desaparecería en el caso de una victoria democrática. Se añadió que los fondos de pensiones serían expropiados. Se les advirtió que sus pequeñas rentas, una casa o un terrenito, habrían de ser entregados a los inquilinos.

A las parejas jóvenes se les hizo creer que sus niños pequeños les serían arrebatados para constituir organizaciones regimentadas por el estado.

Por último, los operadores económicos ocasionaron extrañas bajas en la bolsa cada vez que Ollanta Humala ganaba puntos en las encuestas.

No quiero recordar al Goebbels criollo que difundió, en estos últimos años, la palabra "antisistema" para estigmatizar con ella a cualquiera que pusiera en duda el sacrosanto orden neoliberal impuesto por Fujimori.

La palabreja englobaba también las protestas de los ecologistas contra la contaminación de las minas o la rebelión de los nativos de la Amazonía en defensa de sus tierras ancestrales y contra el remate de las mismas a las corporaciones extranjeras.

El sólo hecho de proclamar una convicción de izquierda ingresó también al campo semántico de esa palabra, y eso era peligroso porque esa calificación estaba muy cercana a la de terrorista. Puede decirse que el miedo impuesto por la tiranía subsistió a través de esa palabra y de algunas acciones bárbaras.

La propaganda por el retorno al fujimorismo incluyó naturalmente el reparto de víveres, una forma asquerosa de expropiar la dignidad de los peruanos más pobres.

Nunca como ahora ha sido más evidente que la dictadura envilece a un cúmulo social. No hay que olvidar que una buena parte del país aplaudió en los tiempos del “Chino” las torturas y las desapariciones, y hoy las justifica. Cualquier encuesta revela que un porcentaje elevado de nuestros compatriotas no conoce sus derechos cívicos, cree que hacer oposición al gobierno es ilegal, que es justificable -como un pequeño exceso- el genocidio y que no hay problema alguno en renunciar a la dignidad de derechos humanos.

Hay que admirar por eso el ánimo indomable del candidato que sobrellevó durante varios años el sambenito de supuestamente ser un “antisistema" con todas las consecuencias incluso penales que ello podría ocasionarle y que tiene hoy que aceptar el mal olor de las adhesiones tardías y de los abrazos interesados, y hasta la arrogancia de quienes lo culpan de "no dar señales" y le susurran el nombre de ministros “aceptables”.

A pesar de que se nos quiso negar el derecho a opinar, los peruanos que vivimos fuera, nos sentimos orgullosos de no haber cedido un ápice. Nos hace felices tener tantos compatriotas que al sentir una tarántula en la almohada, cerraron los ojos seguros de que aquello era una pesadilla, y a las pesadillas hay que borrarlas de nuestro corazón.

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