Perú: 190 Años de la batalla de Ayacucho

Pintura: Etna Velarde

Gustavo Espinoza / Mariátegui
11/12/14

La Batalla de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824, fue el último y decisivo episodio militar en el marco de las guerras por la Independencia de América, que se libraran en esta parte del mundo para liberar nuestras tierras del dominio colonial español. Abrió, como lo afirmara recientemente el parlamentario peruano Manuel Dammert, un nuevo ciclo histórico, que aún no se cierra.

Esta confrontación tuvo como escenario la Pampa de la Quinua, una amplia explanada que permitió el desplazamiento de ejércitos numerosos y compactos, que se batieron resueltamente teniendo plena conciencia que, de sus movimientos y acciones, pendía la suerte de todo un continente.

Diversos acontecimientos incidieron en el desarrollo de la conciencia de los pueblos americanos para liberarse del dominio hispánico. La Independencia de los Estados Unidos, alcanzada en 1776; la Revolución Francesa, 3 años más tarde; y la crisis de la monarquía española que se derrumbara ante la embestida napoleónica.

Todos ellos fueron, de distinta manera, el prolegómeno de la gesta emancipadora iniciada en 1810 por los ejércitos libertadores que, procedentes del sur y del norte, se dieron la mano en las pampas de Junín y Ayacucho, en 1824, para confirmar la libertad de América.

Antesala de ese escenario emancipador, fueron las insurrecciones que se sucedieron antes en diversos países y las batallas que debieron librarse en condiciones adversas contra el poder colonial. Las gestas patrióticas quedaron impregnadas en la memoria de los pueblos y dejaron huella en la conciencia de millones.

Quienes se impusieron en Ayacucho en la hora decisiva, fueron las huestes patrióticas integradas por soldados de diversos países: argentinos, Chilenos, bolivianos, ecuatorianos, colombianos, venezolanos y aún cubanos, unieron sus armas junto a peruanos que enfrentaron al ejército realista, que no estuvo tampoco, compuesto solamente por españoles.

La contienda no fue, entonces propiamente una confrontación local. Ni siquiera tuvo una connotación estrictamente nacional. Fue la culminación de una guerra que, iniciada en su última etapa en 1810, comenzó mucho antes, prácticamente desde los primeros años de la dominación española en América.

La insurrección de Manco II en el Valle del Cusco y la sublevación de “Los Marañones”, en la región amazónica en 1580, fueron eslabones fundamentales en una lucha que se inició desde los primeros años del régimen colonial.

Luego vendría la rebelión de Juan Santos Atahualpa, ubicada entre 1742 y 1756, y que tuvo como escenario gran parte de la sierra central del Perú, desde los valles del Cusco hasta los contrafuertes andinos entre los ríos Vilcanota y Apurimac, y otra en Huarochirí, en las cercanías de la capital del Virreinato

Después tendría lugar la insurrección de José Gabriel Condorcanqui, Tupac Amaru, que puso en jaque a la Corona Español, y que fuera secundada vigorosamente por Túpac Katari en Bolivia, y amplios sectores de la población, particularmente quechua y aymara.

Esa lucha, que bien pudo haber culminado con éxito, fue decisiva para la afirmación de la conciencia americana. Demostró que era posible levantar en América una bandera libertadora, y mantener en alto una lucha capaz de aglutinar a muchos segmentos de la sociedad de entonces, uniendo pueblos en torno a una tarea definida: acabar con el colonialismo en América.

Como lo registra el historiador peruano Luis Antonio Eguiguren, desde los primeros años del siglo XIX arreció en nuestro suelo la acción emancipadora. 1805 marcó el sacrificio, en el Cusco, de dos valerosos patriotas, Aguilar y Ubalde, que se alzaron resueltamente contra el poder español y en 1809 y 1810 ocurrieron las acciones de Pardo, Anchorís y Saravia en las proximidades de Lima.

De ese modo, el Perú siguió el ejemplo de las Juntas de Quito y Chuquisaca, expresiones ambas de un pensamiento propio signado por lal ideas imperantes luego de la crisis europea del siglo precedente.

En ese mismo periodo, la insurrección -en 1811- de Francisco de Zela, en Tacna, y la sublevación de Juan José Crespo y Castillo, en 1812 en Huánuco, marcaron episodios singulares en la confrontación de entonces y abrieron cauce a una acción de mayor envergadura; la rebelión de Mateo Punacagua y los Hermanos Angulo.

Esta acción, en 1814 remeció gran parte del sur andino. Después de cruentos enfrentamientos, los insurgentes fueron derrotados y diezmados. Crudo ejemplo de ello fue el fusilamiento de una de las figuras más descollantes de la lucha independentista en el Perú, el poeta Mariano Melgar, inmolado a los 25 años de edad en Humachiri, en marzo de 1815.

Aun se recuerda que, cuando los oficiales realistas intimaron a este valeroso hyglar arequipeño a fin que “pidiera clemencia al Monarca” español para salvar su vida; él, les respondió enérgicamente: “serán ustedes, los que tendrán que pedir clemencia, para salvar sus vidas”,

Ya en ese entonces se había iniciado en todo el continente la lucha liberadora. Los ejércitos de San Martín y Bolívar habían puesto en marcha sus campañas patrióticas, batiendo a las poderosas huestes realistas en las primeras confrontaciones en Argentina, Chile, Venezuela y Colombia.

Cancha Rayada, Maipú, Chacabuco, Carabobo y Pichincha fueron, a partir de entonces, nombres emblemáticos que se alzaron como banderas confirmando la vigencia plena de los ideales libertarios.

Luego, la guerra se extendería hacia Ecuador para llegar al Perú a partir de 1820.

Ya en ese entonces estaban dadas las condiciones para proclamar la liberación de todo el continente, pero aún faltaban las batallas decisivas: Junín y Ayacucho, que ocurrirían, ambas hace 190 años, en 1824.

El genio militar de los Libertadores, unido al valor de los soldados conscientes de su deber histórico, y a justa causa que enarbolaban los pendones patrióticos; hizo que ambas batallas culminaran exitosamente y coronaran lo que ya era una verdadera demanda americana.

Pocos dias antes de la epopeya de Ayacucho, y desde su Cuartel General instalado en Magdalena Vieja, Bolívar había suscrito su llamamiento dirigido a los gobiernos de Colombia, México, Río de la Plata, Chile y Guatemala, instándolos a reunirse en lo que se llamaría en la historia El Congreso Anfitriónico de Panamá; a fin de forjar alí una unidad “que sea el escudo de nuestro nuevo destino”.

Pocos días más tarde, el mismo Bolívar, en carta al genera Santander, diría aludiendo a los sucesos de Ayacucho: “La victoria me ha vuelto a mi primer estado de alegría y a mis primero sentimientos”, para añadir después en homenaje al Mariscal de Ayacucho: “Sucre ha ganado la más brillante victoria de la guerra americana”.

El Ciclo que se inició en esa etapa de la historia, está vigente, y se proyecta hacia cada uno de los países de América. Hoy, se afirma en las jornadas victoriosas que se libran contra el nuevo opresor: el Imperialismo Norteamericano.

En cada rincón de América asoman retos cotidianos a los que es posible hacer frente a partir de la más amplia unidad de los pueblos. No hay que olvidar, entonces, lo que dijera Bolívar en 1812: “Nuestra división, y no las armas españolas; nos tornó a la esclavitud”.

Como en el viejo poema de los niños uruguayos de la escuela de Jesualdo, en esta tarea “cada cual con su fe”; pero todos, unidos en el mismo propósito: afirmar la independencia y la soberanía de nuestros Estados para construir una sociedad compatible con la dignidad y la justicia.

Será esa la manera de honrar con vigor el Legado de los Libertadores y la hazaña consagrada en las Pampas de Ayacucho.

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